En septiembre del 2005 mi hijo Jaime falleció, por tanto, en el mes de septiembre pasado fue el tercer aniversario de su muerte.
Fue inesperada. Se había ido a Menorca una semana con su novia, y dos días antes de regresar a Madrid, cuando finalizaba sus vacaciones de verano, perdió la vida con 28 años haciendo submarinismo, cuando él estaba lleno de vida, en plenitud.
La noticia de la muerte de mi hijo Jaime la recibí en el trabajo. Uno de sus mejores amigos me llamó por teléfono. Primero él quiso evitar darme la noticia de su muerte. Sólo me comentó que Jaime había tenido un accidente grave, aconsejándome que me fuese lo antes posible a Menorca.
Le insistí en querer conocer más detalles, u cuando le pedí el número de móvil de la novia de Jaime para hablar primero con ella, fue entonces cuando él tuvo que decirme la verdad: que Jaime ya había muerto.
Mientras en un taxi recorría el trayecto a mi casa, para recoger alguna cosa, y trasladarme al aeropuerto lo antes posible, me invadió una sensación de vacío, de angustia, de dolor insoportable, de abandono, de pánico, de querer morir, de desear estar muerta como él, de que mi vida se terminase como la suya. Piensas si estás soñando, y que todo es irreal, te notas mareada, deseas que el tiempo se pare, para que alguien te pueda decir que no es cierta la noticia.
Ante la impotencia y de no creerme la muerte de mi hijo, reconoces al mismo tiempo que hay que ponerse en marcha, y lo primero yo tenía que avisar a m i otro hijo Eduardo, que estaba en Barcelona con unos amigos. Así que le llamé le dice que su hermano Jaime había muerto, que se fuese para Menorca. Después contacté con una hermana y le pedí que hiciese una cadena con el resto de las hermanas y de la familia. Después ya no quería hablar más, sólo estar a solas y pensar en mi hijo, Jaime.
Creo que todo hubiese sido mucho más duro y difícil en el caso de que mi hijo Eduardo y yo hubiésemos estado separados. En cambio, estando juntos hemos podido llorar juntos, ayudarnos a soportar el dolor, y vivimos y sentimos la muerte de su hermano de igual manera, ya que creemos que mi hijo Jaime nos impulsa a vivir y nos da su luz desde la eternidad.
Durante el vuelo pensaba en la novia de Jaime. Todos los proyectos que habían hecho se habían roto, su futuro había finalizado sin comenzar. Me hacía la pregunta de “¿por qué a nosotros nos ha tocado?” Me preguntaba también por qué mueren antes las personas que son buenas, y no las malas. Entonces, ante la desolación, le pedí ayuda al Padre.
A modo de oración, le pedí que su muerte nos diese vida, que tuviese sentido, que nos ayudase.
Creo que el proceso del duelo lo vive cada persona de una manera distinta, con unas etapas y tiempos diferentes, con avances y retrocesos. También asumí que la muerte de mi hijo y el dolor que conlleva me acompañarán toda mi vida, pero intuí que el “cómo” viviese yo su muerte, dependía en gran parte de mí.
Para vivir el triunfo de la vida sobre la muerte, me han ido ayudando todas las personas, amigos y familiares que me han expresado su pena por mi dolor.
Recibimos mucho consuelo y cariño desde el principio, con las noticias que recibíamos de personas conocidas y desconocidas.
Conocer la actividad de los Voluntarios del Centro de Escucha hace dos años, comenzando a colaborar como voluntaria y con distintas actividades en él, en donde la Comunidad de los Religiosos Camilos cuidan y priorizan el amor en el cuidado de tantas personas, me ha ayudado mucho, y me permite acercarme a la realidad del dolor y de la muerte sin miedo.
Finalizo con esta frase que mi hijo Eduardo me pasó hace unos días. Con ella y con lo que os he comentado anteriormente me sirve para entender el duelo de la muerte de mi hijo Jaime, y por qué he podido realizarlo sin caer en la desesperación:
“Jesús nuestra paz, tú nos entregas la alegría del Evangelio, y cuando somos afectamos profundamente por un duelo, siempre sigue habiendo un camino abierto, que consiste en la llamada de nuestra vida a la confianza de Dios”.
La muerte de mi hijo Jaime
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Virginia Castañeda