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La banalidad del mal y el eclipse de los derechos

Llega a nuestras pantallas “Hanna Arendt”, de la reputada directora Margarethe von Trotta. Esta película se basa en la vida de esta escritora y filósofa judía exilada en Estados Unidos pero se centra en un episodio significativo que ocurre a principios de los años 60. El Mossad, servicio secreto israelí, ha localizado y detenido a uno de los criminales nazis más importantes, Adolf Eichmann, y lo ha trasladado clandestinamente a Jerusalén para juzgarlo. A Hanna Arendt, interpretada por Barbara Sukowa a la que recordamos por “Visión” (2009) otra película de Trotta, le encomienda William Shawn (Nicholas Woodeson), el editor de The New Yorker, que siga y comente este juicio desde Israel...



Por Peio Sánchez

Llega a nuestras pantallas “Hanna Arendt”, de la reputada directora Margarethe von Trotta. Esta película se basa en la vida de esta escritora y filósofa judía exilada en Estados Unidos pero se centra en un episodio significativo que ocurre a principios de los años 60. El Mossad, servicio secreto israelí, ha localizado y detenido a uno de los criminales nazis más importantes, Adolf Eichmann, y lo ha trasladado clandestinamente a Jerusalén para juzgarlo. A Hanna Arendt, interpretada por Barbara Sukowa a la que recordamos por “Visión” (2009) otra película de Trotta, le encomienda William Shawn (Nicholas Woodeson), el editor de The New Yorker, que siga y comente este juicio desde Israel. A ella, interesada por la reflexión filosófica sobre el totalitarismo, el asunto le parece un reto. Sus crónicas se volverán enormemente polémicas. En ellas reflexiona sobre el hecho que el oficial nazi basa su defensa en presentarse como un burócrata que no hizo sino obedecer órdenes, compartimentando su conciencia. Esto le lleva a Hanna a distinguir entre el mal radical de la ideología y el mal banal de un burócrata que cumplió la ley. La opinión pública interpreta este posicionamiento como una toma de postura a favor de Eichmann, lo que se radicaliza cuando aborda la cuestión de los judíos colaboracionistas con la Gestapo. Tras el juicio a su vuelta a Nueva York, la escritora cuenta a sus alumnos sus reflexiones sobre la postura del oficial nazi que " insistió en renunciar a su culpa personal, que no había hecho nada por su propia iniciativa", donde detecta la presencia de una forma escondida y amenazadora de mal.


La oportunidad de este tema elegido por la directora de “Las hermanas alemanas” (1981) y “La calle de las rosas” es evidente. Estamos en el tiempo en que “mal cometido por nadie”, el mal justificado, el mal bajo apariencia de bien ha tomado las riendas de la política y la economía. Nadie es responsable mientras los derechos ciudadanos se ven mermados y las vidas de las personas acorraladas.

No es casualidad que otro director peculiar, como Rafael Gordon, haya venido a esta cuestión de la banalidad del mal ahora de la mano de la confesión de un dictador. En “Mussolini va a morir” (2013) cuenta las últimas horas antes de ser fusilado de Benito Mussolini, genial Miguel Torres, quien en un casi monólogo habla con  Claretta Petacci (Julia Quintana), la amiga que le acompañó hasta la muerte. En un estilo teatral, donde la palabra dirige, la cámara siendo sutil y mínima registra en una sola habitación infinidad de matices que nos adentran no solo en la psicología, sino, lo que es más interesante, en la conciencia del personaje, a veces escindido, en ocasiones cínico y siempre autoreferenciado.


Hay en la película de Gordon una decidida dimensión espiritual. En algún momento en que entre la sinceridad y el sarcasmo, se coloca ante Dios y cuando parece que la petición de perdón puedo brotar, la palabra se desliza a la sátira y la conciencia a la mentira. La resistencia a la verdad y al amor se asoma a la condena. El ser humano ya no pide perdón, porque no se atreve a mirarse a sí mismo. La responsabilidad social se diluye mientras los derechos de las personas se conculcan.


Sin tantas sutilezas, siempre ha sido más especialista en didáctica que pensador, el director franco-griego Costa-Gavras se centra en la dimensión política de este asunto, recordemos títulos como “Z” (1969) “Estado de sitio” (1973), “Desaparecido” (1982) o “La caja de música” (1989). En su última película, “El capital” (2013) nos presenta a un banquero, Marc Tourneuil, (Gad Elmaleh) que en plena crisis económica consigue un ascenso imparable a base de acallar su conciencia. Película de protesta frente a la corrupción de la economía presenta a las personas en el contexto de un sistema podrido, donde el eclipse de la ética conlleva la destrucción de los derechos ciudadanos.


 A pesar del simplismo de la propuesta de Costa-Gavras se empalma y complementa con el estudio de la complejidad del alma de Rafael Gondon y con la lucidez del pensamiento del tándem Arendt-Trotta. Hay un hilo, acaso una cadena, que une al banquero Marc, al dictador Benito y al burócrata asesino Adolf, en los tres la culpa ha desaparecido. El mal se ha banalizado, se ha domesticado, se ha ocultado en definitiva sacrificando a las personas.

Algo que no ocurre en una película que trata sobre una horrible culpa. El caso de cuatro madres que tienen en común haber matado a sus hijos. En “Maternity blues” (2013) de Fabrizio Cattani. La depresiva Clara, la cínica Eloísa, la joven alcohólica Rina y la creyente Vincenza sufren cada una a su manera su historia y sus decisiones. El valor de este film sencillo pero honesto es ponernos, en una situación límite y con una perspectiva femenina, ante la cuestión radical de la culpa. Sirvan estas mujeres heridas como contraste del cinismo y la banalidad del mal de los personajes anteriores.


En este cambio de ciclo, tras el imperio de la economía, el más serio problema es que el mal se oculta anestesiando la conciencia y cuya sombra y cadena imperceptible se extiende. Únicamente una lucidez agraciada puede romper la coraza del cinismo. Todo un aviso a la vigilancia en el tiempo del eclipse de los derechos.