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Vivir en la incertidumbre

Como consecuencia de la crisis, todo se ha visto alterado. El imperativo de la distancia social nos ha obligado a cultivar nuevas formas de proximidad. La velocidad habitual se ha visto interrumpida. Hemos tenido que desacele-rarnos. Nuestra relación con el tiempo y el espacio ha mutado sustancialmen-te. El silencio ha irrumpido en las calles. Hemos hecho borrón y cuenta nueva y debemos plantearnos nuevos propósitos de vida.  

Los más escépticos lo ven de otro modo. Consideran que, después del vendaval, una vez se haya restablecido eso que llamábamos normalidad, no habremos aprendido nada y que todo volverá a ser como antes. Los más espe-ranzados, en cambio, creen que esta crisis puede funcionar como un gran despertador social, puede avivar actitudes y valores que estaban en letargo. 

Movimientos opuestos

Toda crisis suscita movimientos diametralmente opuestos. Algunos, cuando irrumpe con fuerza, se repliegan en sí mismos, acuciados por el mie-do, miran de salvar sus muebles y sus vidas. Otros, en cambio, trascienden el miedo y son capaces de salir de su propio cerco, para donar lo mejor de sí mismos a la colectividad. 

En esta crisis que sufrimos, hemos visto como fluía la fuerza interior de la sociedad, esa energía solidaria que habita en ella y que se ha expresado de múltiples modos, en los hospitales, en las residencias geriátricas, en los espa-cios públicos y, también, en nuestras comunidades de vecinos. Un ejército de profesionales anónimos ataviados con batas blancas y verdes han dado un ejemplo de entrega y solidaridad que debe permanecer en la memoria colecti-va. Tampoco podemos olvidarnos de esa cadena de trabajadores que han arrimado el hombro para que todos pudiéramos subsistir durante el tiempo de confinamiento. 

No puedo afirmar, taxativamente que, después de la crisis, nada será lo mismo. Una enfermera anónima decía, en una breve entrevista televisiva, que esta catástrofe nos haría mejores personas. Ojalá tenga razón. Es lo que de verdad esperamos de esta crisis, que haya servido para algo, que haya sido útil para fortalecer aptitudes que, por lo general, son ignoradas en nuestras sociedades posmodernas. 

Redescubrimiento de valores

La crisis nos ha permitido redescubrir valores como el cuidado, la escu-cha, la gratitud, la humildad, la solidaridad, la paciencia, la perseverancia fren-te al mal, la cooperación intergeneracional, la generosidad y la entrega, valo-res que extrañamente ocupan un lugar relevante en nuestra sociedad.

“La pandemia actual del coronavirus -ha escrito el teólogo brasileño, Leonardo Boff (1938)- representa una oportunidad única para que repense-mos nuestro modo de habitar la Casa Común, la forma como producimos, con-sumimos y nos relacionamos con la naturaleza” .

En efecto, representa una oportunidad. No podemos tirarla por la borda. Nos exige repensar cómo vivimos, nos relacionamos, producimos y consumi-mos, pero, a su vez, nos invita a imaginar un futuro distinto, a soñar otro mun-do posible para nosotros y para las generaciones venideras.  

Es difícil vivir en un clima de incertidumbre, pues necesitamos seguri-dades, tierra firme donde apuntalar los pies para vivir una existencia sosegada y sosegar a quienes nos rodean. 

La incertidumbre que hemos vivido durante la pandemia global nos ha puesto entre las cuerdas y ha generado una cascada de emociones tóxicas como la angustia, la desazón, el miedo, la ira y la rabia. No sabíamos cuánto duraría el confinamiento, qué representaría el día después, cuántas nuevas medidas tendríamos que integrar en nuestra cotidianidad. Lo hemos ido sa-biendo con el tiempo, a cuenta gotas, pero persiste un inmenso abanico de incertidumbres de futuro que, difícilmente, se van a disipar. 

Aprender a vivir sin certezas

No hay más. Tenemos que aprender a vivir con la incertidumbre, a hos-pedarla en nuestra conciencia y a tolerarla, a pesar de no ser una inquilina agradable. Esto es algo que no se elige, no forma parte del campo de decisión. La incertidumbre respecto a nuestro futuro social, económico, laboral, educati-vo, cultural, sanitario y espiritual es patente. Todo está abierto. Presentarlo co-mo un axioma matemático es un acto de arrogancia intelectual o una opera-ción temeraria.  

“La incertidumbre -escribe Andrea Vicini- paraliza a muchos porque re-duce e inhibe la capacidad de controlar y actuar. Incierto, uno se vuelve impo-tente. Para ellos, el compromiso ético requiere certezas. Sin certezas no se puede actuar. Se experimenta una dificultad similar en otra emergencia global grave, donde la sostenibilidad ambiental está en juego y las condiciones de vida en el planeta están amenazadas, no por un virus, sino por nuestra forma de vida, cómo producimos energía, cómo consumimos y contaminamos. Inclu-so en el caso del cuidado de nuestro hogar común, hay quienes se refugian detrás de incertidumbres aparentes o reales, lo que justifica la inacción” .

Esta categoría, tan fundamental para comprender el espíritu de nuestra época, no representa ninguna novedad en la Historia de la Humanidad. Siem-pre hemos sabido que lo único cierto es el pasado, mientras que el futuro, tan-to el personal como el comunitario, jamás lo podemos descifrar con certidum-bre. 

Podemos elaborar prospectivas, ensayos de comprensión, pero nadie posee una bola de cristal para anunciar, cual profeta iluminado, qué es lo que se avecina. Por un lado, pronósticos que, en el pasado, se presentaron como dogmas de fe, erraron estrepitosamente, pero, por otro, acaecieron eventos po-líticos, sociales y culturales que ningún avispado científico social llegó a pre-ver nunca. Solo, por eso, deberíamos tomar precauciones respecto a los que ahora se anticipan. 

Una oportunidad para la esperanza

No sabemos, con certeza, lo que va a venir. Los indicadores sociales, económicos y laborales inducen a pensar que lo que vendrá será catastrófico, pero no sabemos cuál será su magnitud. Los que educamos a jóvenes no po-demos mentir, ni dar gato por liebre. No nos está permitido presentar un mundo apacible, cuando lo que viene es una tormenta de grandes proporciones. No podemos edulcorar la realidad, pero tampoco infundir el virus de la desespe-ranza. Difícil tarea ésta, pues, por un lado, debemos ser fieles a la realidad, veraces, pues nos jugamos nuestra credibilidad en ello, pero, por otro, tenemos que generar confianza, inocular esperanza y lo tenemos que hacer sin su-cumbir a la ingenuidad o a la frivolidad. 

La incertidumbre forma parte de la condición humana. San Agustín (354-430) lo recuerda en uno de sus sermones más emblemáticos. Cuando un ser humano nace -dice el genio de Occidente-, no sabe nada de su futuro, ni lo que va a devenir, ni cuánto tiempo estará en el Gran Teatro del Mundo. Lo único cierto para él, es que se va a morir, aunque no sabe cuándo, ni cómo, ni adónde, de qué. Solo la muerte es cierta (sola mors est certa), pero esta certi-dumbre va acompañada de una nube de incertidumbres.  

Debemos recuperar esta sabiduría perdida, liberarnos de falsas mitolo-gías de soberanía absoluta y control total y asumir, con humildad, nuestra condición. Y, aun así, no podemos dejar de proyectar y emprender.