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"Revolución de la ternura"

La revolución de la ternura es una expresión muy amada por el papa Francisco. Fue utilizada por Él mismo en el Sínodo de la Nueva Evangelización. Es, según sus propias palabras, el mejor modo de describir lo que Jesús instauró mediante su vida, sus palabras y sus acciones. Lo que él vino anunciar es, justamente, la revolución de la ternura, una transformación radical de nuestro modo de contemplar la realidad y de actuar en el mundo, una revolución que tiene su epicentro en el corazón.

Frente a la revolución auspiciada por las armas, sostenida por el rencor y por la indignación, Jorge Mario Bergoglio, propone la revolución de la ternura que consiste en darse integralmente, en perdonar a todos, en actuar con gratuidad, en practicar la inocencia del niño. 

La ternura está íntimamente vinculada a la gratuidad. Lo gratuito es lo que se hace o se da por nada, es decir, sin ninguna contrapartida o intercambio. Se da sin ninguna expectativa o voluntad de recibir nada. La gratuidad se aprecia como una libertad que se desprende del deseo de recibir contrapartidas. No responde a la oscura y secreta ambición de poseer al otro, de dominarle, de sacar de él algún rendimiento. Se caracteriza por el hecho de hacer o de dar sin contar. Desborda, por ello, la lógica del cálculo.

 

Gratuidad como valor

 

El concepto de gratuidad indica algo que no tiene precio, que no se puede comprar, que es más bien regalo y, al mismo tiempo, novedad, incremento, un brotar inédito, una sorpresa. Esto es lo opuesto a lo menesteroso. La gratuidad es una de las notas de la fiesta, aquella región donde acontece el don y donde la menesterosidad y la gratuidad han desaparecido por la abundancia de riqueza.

Es el acto de darse sin examinar mérito y sin esperar un beneficio al cual sería condicionado. Para muchos, lo gratuito aparece como lo accidental. Conciben lo absolutamente gratuito como lo impensable. Es lo que sería sin motivación y sin fundamento, lo que escaparía a todo sentido. Definiría la frontera del orden.  Y, sin embargo, la gratuidad es lo sustantivo, tiene su propia lógica y racionalidad.

            La gratuidad absoluta consiste en darlo todo sin esperar beneficio, pero lo que es gratuito desde el punto de vista del donador no lo es, necesariamente, desde el punto de vista del beneficiario. También es verdad, cabe la sospecha, que el don sea, con todo, una estrategia. El amor podría ser la expresión de un deseo, el deseo de ser feliz y, en este sentido, no sería gratuito. La pura gratuidad sería sinónimo de indiferencia, desbordando el mismo amor, el mismo don.

No es casual que el experimentar que todo es gracia nos acerque a la infancia. Los niños, aunque no tenga fuerza física, ni poder intelectual o económico que tienen los adultos, no tienen miedo, se sienten felices, juegan y ríen, experimentan la alegría de existir y la gratuidad del don, presienten que su vida es un puro don, gracia, fruto de un amor no merecido, duermen tranquilos porque confían en sus padres.

 

Libertad del espíritu

 

Para reconocer el valor de la gratuidad y, por extensión, de la ternura, se deben superar algunos obstáculos mentales, ciertas barreras que actúan como prejuicios que acaban resolviendo la gratuidad a estupidez o absurdo.

Desde la mentalidad utilitarista, presidida unívocamente por la práctica de la razón instrumental, el gesto gratuito, la palabra gratuita, la acción gratuita, todo cuando es, aparentemente, gratuito es permanentemente objeto de sospecha, despierta una nube de suspicacias, porque se parte de la preconcepción que el ser humano actúa, única y exclusivamente, por interés personal o grupal y que, detrás de una acción aparentemente gratuita, se oculta algún interés.

Cuando alguien obra conforme a la gratuidad es requerido, necesita casi justificarse, pues se parte de la sospecha que tal conducta no es espontánea, ni obedece a la autenticidad de la persona, sino que esconde algún de tipo de maniobra, de maquiavelismo soterrado.

No estamos acostumbrados al actuar gratuito, nos sorprende que alguien actúe gratuitamente, desinteresadamente, sin esperar nada. Casi nos deja perplejos y, sin embargo, es una posibilidad humana, un factum de la vida cotidiana, porque la lógica del don se abre paso a pesar de las resistencias endógenas y exógenas que halla en su travesía. La gratuidad ejercida es la máxima expresión de la libertad de espíritu.

Otro obstáculo que se debe superar para reconocer la gratuidad es el de la mentalidad sacrificial. Desde esta óptica, el don es visto y considerado únicamente como un sacrificio, o sea, como una destrucción de la cosa misma que ha sido dada. Entre don y sacrificio no necesariamente existe una relación de identidad, ni de proximidad, sino, más bien, de contraposición.

Existe en nuestra sociedad una difusa banalidad residual que entiende la gratuidad como el ejercicio de un regalo convencional o, en el mejor de los casos, como un ejercicio de cortesía que no empuja a las personas a convertirse en dones vivientes para los otros. Y, sin embargo, la gratuidad no es una mera expresión de cortesía, una muestra de buenas maneras. Es fundante y fundamental. Es una posibilidad humana inherente a su naturaleza pues, si como se anuncia en el relato del Génesis, el ser humano es creado a imagen y semejanza de Dios y Dios es fuente de gratuidad eterna e incondicional, el ser humano, en tanto que espejo finito de tal fuente infinita de donación, es, analógicamente, capaz de gratuidad.

 

Expresión de amor

 

Más allá de estos prejuicios a la gratuidad, la experiencia misma muestra que la esencia del don radica en el libre compartir de los bienes y ello es un hecho en las comunidades humanas. La gratuidad se ilumina como expresión de este gesto de ayuda mutua.

Es, en cuanto tal, una expresión del amor liberado de todos aquellos elementos destructivos, vinculados al temor, a la envidia, al narcisismo, que coartan la plena y libre expresión del amor. El ser humano es una criatura que tiende a amar. Se convierte en amante en verdad y autenticidad aprendiendo a amar sin voluntad destructiva. Por este camino, se convierte en persona o, mejor dicho, desarrolla plenamente sus potencias como persona.

La revolución de la ternura implica, previamente, la revolución de la gratuidad. Podríamos denominar a este paradigma del don también como ‘paradigma de la ternura’. La ternura es la constitución esencial de lo humano; el movimiento interno del hombre que sale de su mismidad al encuentro de lo otro, del otro, y se deja colmar por él, deja que sus entrañas se revuelvan ante la presencia del misterio que envuelve la realidad. Cuando el hombre vive esta experiencia, su ser apaga los deseos y ya solo desea la plenitud de la presencia de lo otro y del otro. Esta ternura le lleva a la contemplación de la naturaleza como la manifestación de una presencia trascendente”[1].

Dice el Papa Francisco: “A pesar de sus dificultades, a menudo ellas testimonian esas virtudes esenciales que son la fraternidad y la solidaridad. Nos recuerdan además que somos frágiles y que dependemos de Dios y de los demás. Que la mirada misericordiosa del Padre nos alcance y ayude a acoger nuestras pobrezas para ir adelante con confianza, y comprometernos juntos en esa «revolución de la ternura», —este es el desafío para vosotros: hacer la revolución de la ternura. Jesús nos abrió el camino de esta revolución mediante su Encarnación. Es bello ser sus discípulos-misioneros, para consolar, iluminar, aliviar, escuchar, liberar, acompañar. La experiencia que Él nos dio mediante su Resurrección es una fuerza vital que penetra el mundo (cf. ibid., 276) y sobre la cual os podéis apoyar cada día, porque responde a los anhelos más profundos del corazón”[2].

 


[1] B. PÉREZ, Ecología integral. Una lectura de Laudato si desde el capitalismo neoliberal, en Selecciones de Teología, 224 (2017) 255.

[2] DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS MIEMBROS DE LA ASOCIACIÓN CATÓLICA INTERNACIONAL DE SERVICIOS A LA JUVENTUD FEMENINA (ACISJF). Sala Clementina. Sábado, 18 de abril de 2015.