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Diccionario para la nueva normalidad

Crisis

Toda crisis suscita movimientos diametralmente opuestos. Algunos, cuando irrumpe con fuerza, se repliegan en sí mismos, acuciados por el miedo, miran de salvar sus muebles y sus vidas. Otros, en cambio, trascienden el miedo y son capaces de salir de su propio cerco, para donar lo mejor de sí mismos a la colectividad. 

En esta crisis que sufrimos, hemos visto como fluía la fuerza interior de la sociedad, esa energía solidaria que habita en ella y que se ha expresado de múltiples modos, en los hospitales, en las residencias geriátricas, en los espacios públicos y, también, en nuestras comunidades de vecinos. Un ejército de profesionales anónimos ataviados con batas blancas y verdes han dado un ejemplo de entrega y solidaridad que debe permanecer en la memoria colectiva. Tampoco podemos olvidarnos de esa cadena de trabajadores que han arrimado el hombro para que todos pudiéramos subsistir durante el tiempo de confinamiento. 

La crisis nos ha permitido redescubrir valores como el cuidado, la escucha, la gratitud, la humildad, la solidaridad, la paciencia, la perseverancia frente al mal, la cooperación intergeneracional, la generosidad y la entrega, valores que extrañamente ocupan un lugar relevante en nuestra sociedad.

Incertidumbre 

La incertidumbre que hemos vivido durante la pandemia global nos ha puesto entre las cuerdas y ha generado una cascada de emociones tóxicas como la angustia, la desazón, el miedo, la ira y la rabia. No sabíamos cuánto duraría el confinamiento, qué representaría el día después, cuántas nuevas medidas tendríamos que integrar en nuestra cotidianidad. Lo hemos ido sabiendo con el tiempo, a cuenta gotas, pero persiste un inmenso abanico de incertidumbres de futuro que, difícilmente, se van a disipar. 

No hay más. Tenemos que aprender a vivir con la incertidumbre, a hospedarla en nuestra conciencia y a tolerarla, a pesar de no ser una inquilina agradable. Esto es algo que no se elige, no forma parte del campo de decisión. La incertidumbre respecto a nuestro futuro social, económico, laboral, educativo, cultural, sanitario y espiritual es patente. Todo está abierto. Presentarlo como un axioma matemático es un acto de arrogancia intelectual o una operación temeraria.  

Esta categoría, tan fundamental para comprender el espíritu de nuestra época, no representa ninguna novedad en la Historia de la Humanidad. Siempre hemos sabido que lo único cierto es el pasado, mientras que el futuro, tanto el personal como el comunitario, jamás lo podemos descifrar con certidumbre. 

Volatilidad

La crisis ha volatilizado empleos, empresas, organizaciones, celebraciones colectivas, competiciones, espectáculos artísticos, exámenes, oposiciones, bodas y todo tipo de eventos que habían sido programados con mucha antelación. Las agendas personales y profesionales han sido volatilizadas. Asumirlo no ha sido fácil, pero no hemos tenido otro remedio que instalarnos en el nuevo escenario que ha dejado la crisis pandémica. 

El cambio forma parte de la vida humana. Nada permanece idéntico a sí mismo. Heráclito (540 ac. - 480 ac), el oscuro, lo expuso de un modo diáfano: todo fluye. La imagen del río es muy gráfica. A cada instante el río cambia, porque, a cada momento, varía su forma y, sin embargo, sigue siendo el mismo. La crisis nos ha cambiado, pero seguimos siendo los mismos. Aun así, lo ha alterado todo. 

La volatilidad se ha hecho presente en todas la áreas y facetas de la vida humana. En poco tiempo, se han volatilizado empresas familiares que tenían una tradición de más de doscientos años. Se han volatilizado negocios que funcionaban correctamente, vínculos profesionales y sentimentales. 

Las crisis permiten tomar conciencia real de la volatilidad de todo cuanto es. Esto puede conducirnos al nihilismo, a la pasividad, pero también puede generar dos reacciones más inteligentes: dar valor a lo que uno posee ahora y cuidarlo a fondo y mantener una actitud de desapego sin quedarse aferrado a nada, dada su existencia efímera. 

Interdependencia

La crisis ha puesto de relieve una categoría que ya habían descrito los científicos sociales: la noción de interdependencia. El mundo se ha convertido en un escenario interdependiente, donde todo está entrelazado, conectado, formando una gran red. Nadie puede tirar de uno de sus nudos sin arrastrarla entera. Cualquier movimiento, por pequeño que sea, afecta al conjunto, porque todo está inextricablemente enlazado. 

Esta noción no representa ninguna novedad en la historia de las ideas. Está omnipresente en las grandes sabidurías del Extremo Oriente, particularmente, en el hinduismo y en el budismo, pero también en la filosofía taoísta atribuida a Lao-Tse. La misma idea de creación del Génesis no es ajena a esta noción. El Papa Francisco (1936) lo ha enfatizado en su encíclica ecológica, Laudato Si’ (2015).

Esta idea exige una gobernanza mundial, una nueva ética y un renovado sentido de responsabilidad global. El esquema feudal no sirve para explicar el dinamismo inherente a nuestras sociedades, ni para abordar los retos que nos depara el devenir. Si todo está conectado, debo pensar, a fondo, mis acciones, mis palabras y mis omisiones, porque éstas, poco o mucho, tendrán consecuencias para todos, ya sea en el presente o en el futuro. 

Hiperaceleración

Los cambios que hemos vivido en los últimos meses se han producido a gran velocidad. Una situación dinámica, como la que hemos vivido y viviremos en los próximos años, exige ductilidad en la toma de decisiones y gran capacidad de adaptación a los nuevos escenarios. 

Emerge, en el cuerpo social, el darwinismo de la velocidad. Los más veloces serán capaces de sobrevivir a la lucha de todos contra todos, mientras que los más lentos y pesados, quedarán rezagados. Este darwinismo se observa en muchos procesos, especialmente, durante las crisis sociales y económicas. Cuando hay escasez de recursos, el más veloz llega antes y adquiere lo que los demás ya no tendrán. Durante la pandemia lo hemos visto con el negocio de las mascarillas. Algunos intuyeron, antes que otros, que se iban a necesitar mascarillas. Las compraron a bajo coste y consiguieron tener un lugar preeminente en el mercado. Otros llegaron tarde y se quedaron sin el codiciado recurso. 
    
Vulnerabilidad 

La lección más potente que nos ha dejado esta crisis es la constatación de la vulnerabilidad de lo humano. 
Somos vulnerables. Más de lo que creíamos. Estamos expuestos al mal, a la enfermedad, al dolor y, fatalmente, a la muerte. El virus nos ha herido profundamente, ha desorganizado nuestro sistema de vida, se ha llevado por delante a personas que amábamos y no hemos podido evitarlo. La vulnerabilidad se ha puesto de manifiesto con toda su patencia. La crisis no conoce la simulación. Nos desnuda de falsos mitos y expone, con crudeza, lo que somos y no lo que imaginamos ser. 

El mito del control total, del progreso tecnológico indefinido, de la autosuficiencia humana frente a la naturaleza, se han hecho añicos. Nos lo susurramos al oído: No somos nada. Y es verdad, sin embargo, esta nada que somos ha sido capaz de extraer de su último fondo, energía espiritual para plantar cara al virus y salvar el máximo número de vidas. 

Complejidad

La ciudadanía debe desarrollar sistemas inmunológicos frente a los neopopulismos nacionales e internacionales que van a brotar en esta década del siglo XXI. Lo que la crisis nos enseña es que es fundamental virar hacia otro paradigma: el de la complejidad. El sociólogo francés, Edgar Morin (1921), lo ha defendido, por activa y por pasiva, en sus obras.

El paradigma de la complejidad es un alegato contra la lógica simplista. Consiste en considerar todos los factores y variables que hay en juego, en contemplar todas las consecuencias de las decisiones antes de ejecutarlas. Consiste en tener la audacia de explorar los efectos que dichas decisiones pueden tener para los grupos más vulnerables y tener el valor de ser, si cabe, impopular, señalando itinerarios que no gocen de la aceptación de las masas, pero que, deben ser seguidos para hallar la mejor solución.