Revista Humanizar

Suscríbete y recibe cada dos meses los ejemplares de la revista de referencia en el mundo de la humanización de la salud.

Suscríbete y colabora con nuestra misión

La vida en el centro, no solo en las ciudades

El objetivo es disminuir los accidentes y reducir la contaminación, así como frenar el cambio climático. Es decir, pretende que nuestras ciudades sean más respetuosas con la salud de sus habitantes y del medio ambiente (si puede considerarse que son cosas diferentes). Podremos caminar por las calles con menos riesgo de que nos atropellen o contraigamos enfermedades respiratorias.

Hasta ahora, las calles eran de los coches. Si con esto ganamos terreno las personas, estupendo. Hay incluso quienes se felicitan porque, sostienen, son pasos hacia ciudades cuidadoras, en estos tiempos en que tanto se habla de los cuidados (no puedo resistirme a señalar que a veces las palabras a veces contribuyen a los hechos, y a veces los sustituyen. Ya lo dije).

Ahora viene mi pero. La transformación no puede reducirse a unas normas de tráfico. “menos es nada”, dice el conformista. Pero la inconformista dice que pobre quien hasta en deseos se conforma con poco, y que de resignación están hechos los pilares del statu quo.

La que tiene que ser cuidadora es la sociedad entera (que incluye las ciudades, claro está). Lo que necesitamos es “la revolución de los cuidados”, como titula Pepa Torres un “Papeles de CiJ” (https://bit.ly/3bExaAQ). Efectivamente, es una verdadera revolución porque consiste en darle la vuelta a nuestra organización social, al sistema político y económico, a las prioridades y a las mentes, a los valores y los comportamientos de todos nosotros (y de todas, pero es que “todas” solemos saber más de cuidados porque en el sorteo nos han tocado casi por entero).

Viene a ser considerar la ciudadanía como cuidadanía, un neologismo ascendente que ojalá no se limite a enriquecer el elenco de tópicos, sino que contribuya a la mentada revolución.

La gente antes que el PIB

Consiste esta revolución, explicado de manera concisa y seguramente simplista, en que la medida de la prosperidad no sea el PIB, sino que la gente –toda la gente- tenga las necesidades básicas cubiertas y los derechos garantizados. Para poner de manifiesto lo absurdo de lo primero basta con señalar que, por ejemplo, los accidentes de circulación –para no abandonar el tráfico- favorecen el PIB, puesto que generan actividad económica. ¿Un sistema así es deseable? Pues es el que tenemos.

Poner los cuidados en el centro, que eso sería, significa que lo guíe las políticas de una sociedad, no sólo las del Ministerio de Asuntos Sociales –que suele ser el del chocolate del loro, la que salva los muebles de los desastres de las políticas económicas, las consideradas “importantes-”, sino la política toda. No remediar a las víctimas de los desahucios, sino garantizar el derecho a la vivienda de todas las personas, y a eso subordinar el resto. Por poner un ejemplo.

La pandemia ha puesto de manifiesto qué trabajos son realmente esenciales para el mantenimiento de la vida: sanidad, atención a personas dependientes, producción y distribución de alimentos, limpieza, etc. Hasta la saciedad hemos oído que de esta saldríamos diferentes, pero bien sabemos que los cambios no son automáticos.

No sólo necesitamos cuidados en las emergencia. Son una necesidad de todas las personas en todos los momentos del ciclo vital, aunque esa necesidad tenga peculiaridades distintas. “Para que el cuidado no sea un privilegio –escribe Pepa- sino un derecho, es urgente un cambio de conciencia y que el Estado y la sociedad civil no lo dejen en manos del mercado y el máximo beneficio, con las subsiguientes consecuencias de explotación y precarización de las mujeres migradas”.

Aplaudimos profesionales que nos mantuvieron con vida –en muchos aspectos-, pero nada sustancial ha cambiado. Esos trabajos siguen con la relevancia que tenían. De alguna manera, no son “profesionales”. ¿Por qué, si no, las trabajadoras del hogar están excluidas del Estatuto de los trabajadores y de la plena integración en la Seguridad Social?

Cosas de mujeres

Un elemento importante de la cuestión es que los cuidados son, en la división del trabajo, “cosas de mujeres”. De vez en cuando me asalta desde la pantalla del televisor un anuncio tan transparente que me fascina. La tos impide dormir a un hombre; las prodigiosas manos de la mujer le frotan el pecho con un milagroso producto y la paz vuelve al lecho conyugal… hasta que la tos del que se supone hijo de ambos los despierta. Las mismas manos frotan el infantil pecho, y el descanso torna al hogar. Como cuando los virus entran en una casa nadie se libra de ellos, la mujer, atacada por la tos, se ve obligada a prepararse unos vahos con el mismo producto. Y con las mismas femeninas manos. Se ve que en esa casa no hay otras capaces de cuidar.

Cuento una historia que me encanta (y que tal vez repito)[1]. En casa de Adam Smith pasaba como en la del anuncio. El ínclito padre de la economía predominante se sentaba cada día a la mesa convencido de que “no es la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero lo que nos procura nuestra cena, sino el cuidado que ponen ellos en su propio beneficio.” ¿De verdad que el egoísmo del carnicero le preparaba el filete?  El bueno de Adam se pregunta cómo llega la comida a la mesa, y se ocupa de todo el trayecto, pero se olvida del último paso: quién convierte realmente los productos en comida y la pone en el plato; en su caso, su madre, Margaret Douglas, que pasó toda su vida ocupándose de atender sus necesidades primaria. Sin embargo, es invisible para su análisis económico.

No sólo la comida. ¿Quién lava, plancha, va a comprar, etc.? Adam Smith era lo que Amaia Pérez Orozco denomina un “hombre champiñón”[2] que llega al trabajo vestido, desayunado, duchado, perfecto para empezar a producir, como por arte de magia y sin impacto en económico, laboral ni social. Tareas imprescindibles para que la vida sea posible y se sostenga, pero invisibles e irrelevantes, al menos desde el punto de los valores “que sirven”, según Manolito, el capitalista amigo de Mafalda.

¿Quién se hace cargo de estas tareas, que no se hacen solas? Parece mentira que hayan pasado casi tres siglos, pero en su abrumadora mayoría, como en casa de los Smith, las mujeres.

Lo curioso es que, aunque el trabajo que las mujeres desarrollamos en casa –el ninguneado en la doctrina de Adam Smith- representa el doble de la jornada laboral ”normal”, oficialmente están consideradas población inactiva, al menos en España (por lo tanto, sin derecho a vacaciones, jubilación ni ningún tipo de prestación social). Eso explica, por ejemplo, un titular como “465.000 mujeres se convierten en activas desde 2008”, aparecido en CincoDias.com. Hasta ese momento, se ve que se aburrían en la inactividad propia de su género.

¿Queda claro en qué consiste la cuidadanía?

 

 


[1] Marçal, Katrine.¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?, Ed. Debate, 2016.

[2] “La economía desde el feminismo: trabajos y cuidados”, de Amaia Pérez Orozco y Sira del Río. www.ecologistasenaccion.org/?p=13104