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La aventura del silencio interior. "El rendimiento y la comparación"

Os presentamos una nueva sección, “La aventura del silencio interior”, de la mano de Pablo d´Ors (Madrid, 1963), sacerdote desde 1991, doctor en teología desde 1996 –bajo la guía de Elmar Salmann- y escritor desde 2000. Inspirado en la “Comunidad Mundial de Meditación Cristiana” del benedictino John Main y, sobre todo, en los “Contemplativos en la Acción” del jesuita Franz Jalics, ha fundado este mismo año 2014 la asociación “Amigos del Desierto”, cuya finalidad es profundizar en la dimensión contemplativa de la vida cristiana e iniciar y acompañar a otros en la aventura de la interioridad. Su obra literaria, traducida a varias lenguas, llegó al gran público con su Trilogía del silencio, conformada por El amigo del desierto (Anagrama, 2009), El olvido de sí (Pre-textos, 2013) y Biografía del silencio (Siruela, 2012), que ha supuesto un auténtico fenómeno editorial.

EL RENDIMIENTO Y LA COMPARACIÓN

Por Pablo D´Ors

Las principales amenazas a la vida interior son el afán de rendimiento y la comparación con los demás. Me atrevería a decir que éstas son las principales causas por las que sufrimos: pensar que no somos dignos sin rendir y tender a comparar lo propio con lo ajeno.


Por lo que se refiere a la tendencia a compararse, debo decir está mucho más extendida de lo que estamos dispuestos a confesar. Admitir los celos o la envidia es siempre muy difícil, pues revela dos sentimientos lamentables. Uno: que no estás contento contigo mismo. Y dos: que te alegras con el mal ajeno. Casi nadie admite que algo así le sucede, pero todos, de un modo u otro, estamos aquejados por estos males. Quien ama, en cambio, se alegra necesariamente del bien del ser amado. La ausencia de esta alegría revela –es así de sencillo- la falta de ese amor.


    ¿Y cómo se vence la tendencia a compararse?
Esta es una buena pregunta. Y la respuesta es: estando en el presente. Si estás en el presente, no te compararás. El presente es lo suficientemente rico y entretenido como para impedir que uno se distraiga con tonterías. En cuanto te estás comparando, has salido del presente. La meditación o trabajo interior es una escuela para estar en el aquí y el ahora, esto es, en la Presencia.


    No estoy diciendo que no sea necesario y bueno auto-superarse, es decir, ponerse metas para el futuro. La auto-superación nos infunde un necesario dinamismo para el crecimiento. El afán de rendimiento, en cambio, es pernicioso porque exalta el valor de la utilidad en detrimento del de la gratuidad, y porque somete al hombre a una auto-presión que, con frecuencia, llega a cotas intolerables.

Desde este planteamiento, no es raro escuchar que el hombre está en este mundo para producir. Que tanto valemos cuanto producimos. Que el ser sólo tiene valor en razón de la cantidad y calidad de lo que produce. La interiorización de esta forma de pensar ha devastado enteros campos de felicidad. Millones de hombres y de mujeres se definen en razón de sus logros o fracasos, lo que resulta terrible y devastador.


    La presión del rendimiento es perniciosa porque, al estar tan centrado en la meta que se quiere conseguir, todo lo demás va perdiendo su importancia hasta casi dejar de existir. Es así como una ambición personal –inicialmente legítima- hace de nosotros seres monstruosos, completamente ajenos al drama de los demás. Tener una meta personal es importante, desde luego; pero vivir exclusivamente para esa meta, obsesionado con su consecución, termina por hacer de nuestra vida una caricatura de lo que debería ser.


La consecuencia es clara: hemos de protegernos de nuestras propias metas. Hay que introducir al otro en la propia vida, aunque sólo sea como higiene personal. Sin confrontarnos con el mundo, el yo se engolfa y acaba perdido. La vida sana está en el equilibrio. La vida es un arte precisamente porque requiere conjugar varios factores. El espíritu humano se entristece y hasta se envilece si vive para una sola cosa.


    Es lo que viene a contarnos la parábola del buen samaritano (Lc. 10, 30-37). Lo que le sucede al sacerdote que bajaba de Jerusalén a Jericó es que, bajo la presión del rendimiento a la que estaba sometido, no vio al hombre molido a palos que, en el camino, reclamaba su ayuda. Le vio externamente, claro, pero no interiormente, pues no se puso en su lugar. Lo mismo le sucedió al segundo transeúnte, pero no al tercero, el samaritano. ¿Por qué? ¿No estaba ese tercer hombre sometido a la presión del rendimiento? ¿Lo estaba pero su presión era menor que la de los dos anteriores? ¡Dejémonos de cuentos chinos! Su presión era igual que la de cualquier otro, pero estaba entrenado para no dejarse vencer por ella. De ahí que se parase, atendiese al necesitado, le llevase a un lugar donde cuidaran de él y luego, no antes, prosiguiera su camino con sus presiones.


El problema de las presiones internas es que no vemos verdaderamente el mundo; sólo vemos realmente mediante el olvido de sí. Ese olvido, esa desconexión de uno mismo, no es fácil. Pero no hay amor que no pase por ahí. Si queremos vivir para el amor no hay otro camino, que yo sepa, que el de la negación de uno mismo o el olvido de sí. Toda aventura interior auténtica conduce a este fin.