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De lo líquido a lo volatil

Zygmunt Bauman utilizó el vocablo líquido, a lo largo y a lo ancho de su obra, para definir el espíritu de nuestro tiempo. Esta terminología ha calado en el imaginario colectivo y es profusamente referida en todo tipo de ámbitos y de contextos académicos. 

En su bibliografía, la palabra líquido se convierte en el concepto mágico para descifrar el espíritu de nuestra época. A su juicio, todo se ha vuelto líquido: la política, el poder, la economía, la cultura, la religión, las emociones, los valores y las relaciones. Esta licuación generalizada de todo cuanto existe es lo que, según su criterio, caracteriza esta etapa de nuestra historia cultural y social. 
A nuestro juicio, el diagnóstico de Zygmunt Bauman ha sido superado por la lógica de los tiempos. La sociedad líquida ha dado paso a un mundo volátil e inestable.
 
La transición del estado sólido al estado líquido va siempre precedida por una crisis. Del mismo modo ocurre con el paso del estado líquido al gaseoso. La licuación de lo sólido abre las puertas a un universo inestable y fluyente. El ciudadano que estaba fuertemente apegado a sus convicciones sólidas y experimenta como se licúan no puede dejar de experimentar una honda crisis. Si, además, las convicciones licuadas se evaporan y se volatilizan en mil partículas elementales, la sensación de desamparo es total. 
 
El ciudadano que ya ha nacido en un universo líquido y lleva toda su vida navegando por los mares, surfeando las olas y se sabe mantener de pie en la tabla de náufrago, está mejor preparado para asumir el tránsito hacia la sociedad gaseosa, pero, aun así, experimenta perplejidad. 
    
Sólido, líquido, gaseoso

    Todos recordamos lo que estudiamos, en clase de ciencias naturales, siendo niños. La materia puede adoptar tres estados: el sólido, el líquido y el gaseoso. La idea es sugerente cuando se aplica a cualquier realidad, pero especialmente a los vínculos interpersonales, a las creencias, a los valores y a las ideologías. 

Uno puede distinguir tres modos de la misma realidad: un modo sólido, líquido y gaseoso. Hay, por ejemplo, relaciones interpersonales sólidas, que se fundamentan en la fidelidad y que persisten a pesar de las contrariedades. Las hay, también, líquidas que son de carácter inestable, fluyente, que vienen y que van y, finalmente, relaciones gaseosas que son vínculos esporádicos, instantáneos, cuya temporalidad es muy breve, porque se volatilizan aceleradamente. El hecho que sea tan fugaz en el tiempo no significa que no sea intensa emocionalmente. La relación gaseosa es como un punto en el espacio, pero puede dejar huella una vida entera en la estructura emocional de la persona. 
 
El concepto de lo sólido evoca resistencia, solidez, fundamento y permanencia. Lo sólido permite fundamentar. En el lenguaje filosófico y arquitectónico, la palabra fundamento tiene mucho calado. Para levantar un edificio, el constructor necesita unos buenos fundamentos; para elaborar una teoría filosófica que resista a la erosión del paso del tiempo, también se necesitan unos buenos fundamentos. 
Desde un punto de vista emocional, lo sólido da seguridad, pero es inflexible, no posee la adaptabilidad de lo líquido. Cuando vertemos agua en una vasija, ésta adopta la forma del recipiente. Se acomoda, pero sin dejar de ser lo que es. No pierde su identidad, sigue siendo lo que químicamente es, pero se expande por todos los extremos, ocupa todos los rincones.
 
Cuando lo que vertemos en el mismo recipiente es un cubo de hielo, este permanece idéntico a sí mismo, con su forma original en el centro del recipiente si no aumenta la temperatura. Lo sólido, pues, no se adapta, lo cual es negativo en una sociedad como la nuestra donde todo muta y se transforma a gran celeridad y que exige al ciudadano una gran ductilidad para poder aclimatarse a los nuevos entornos, procesos y formatos. 
El anhelo de lo sólido subsiste en la sociedad gaseosa, pues todo ser humano, para poder asentar su existencia, necesita de un punto fijo, inamovible, un sostén que le dé seguridad. Zygmunt Bauman, al describir la sociedad líquida, subraya también este anhelo. El anhelo de algo sólido subsiste a pesar de la licuación de toda realidad, a pesar de la evaporación de las ideologías y de las grandes utopías decimonónicas. 

En su descripción sociológica es posible leer entre líneas cierta nostalgia de solidez. No describe la sociedad líquida como algo bello y positivo; más bien como una fatalidad. Es agotador tener que nadar constantemente para no hundirse. El ciudadano aspira poner los pies en tierra firme y no tener que moverse continuamente para sobrevivir.  

El cambio es hoy la única constante que conocemos. Heráclito, el gran filósofo presocrático, adquiere, de nuevo, protagonismo cultural. Todo fluye, nada permanece. La imagen del río ha servido para describir lo que ha sucedido en las dos últimas décadas, pero el río se ha evaporado y ahora flotamos como motas en el aire. 

Somos hijos de la incertidumbre y de sus caprichos, pero a pesar del estado permanente de perturbación y de inestabilidad al que estamos obligados a acostumbrarnos, no debemos olvidar que en nuestra mano está la capacidad de vivir una existencia con sentido.

He aquí la cuestión: ¿Cómo proyectar una vida con sentido? ¿Cuál puede ser el para qué que sostenga nuestra existencia en contextos de volatilidad? En este mundo volátil, la noción de proyecto vital desaparece del horizonte, porque ésta requiere, necesariamente, de un relato, de una secuencia de momentos, de la fidelidad a una idea y de la esperanza en un futuro. 

La ingravidez solitaria

La transición de lo líquido a lo gaseoso merece una especial atención. El líquido fluye y se percibe con los ojos. Uno puede meter la mano él y experimentar el frescor del agua. No puede sostenerse un edificio sobre lo que es líquido, pero se sabe dónde ubicarlo y se sabe cómo sortearlo si conviene. Lo líquido está trazado en un mapa, ocupa un espacio y un volumen. 

Lo propio del estado gaseoso es, en cambio, el carácter volátil e imperceptible de su realidad. También ocupa un espacio y tiene un volumen, pero no se percibe con la sensibilidad humana. Cuando el agua se evapora, las moléculas de hidrógeno y de oxígeno se sostienen en el aire, pero es imposible percibirlas con el ojo humano. Están ahí, pero no podemos tocarlas. Necesitamos el aire para poder respirar, pero no lo percibimos. El pez necesita el agua para poder vivir, pero no lo percibe; es su medio vital. 

No es posible identificar, a simple vista, donde empieza y donde termina lo gaseoso. Necesitamos aire para vivir, pero no lo experimentamos, salvo cuando sopla el viento. Lo sólido nos sostiene, nos aguanta. En el medio acuoso sólo podemos permanecer, si sabemos nadar; mientras que en el estadio gaseoso, caemos en todas direcciones. Se produce la sensación de ingravidez. 

Ésta es la sensación que experimenta el ciudadano postmoderno cuando se queda sin una tierra firma donde asentar sus pies; cuando lo que era líquido se evapora y el navío que le mantenía a flote se volatiliza en mil partículas. Entonces ya no le queda nada donde agarrarse; porque, de hecho, no queda nadie para agarrarse. La tabla se ha desmenuzado, pero la identidad personal también. Esta partícula consciente que flota en el espacio, que es el yo, experimenta el fenómeno de la ingravidez. 

El ciudadano postmoderno se ha acostumbrado a lo leve, a lo fácil, a lo masticable, a lo que no opone resistencia. Cualquier dificultad de orden teórico, cualquier propuesta intelectual ardua, es rehusada. En la era de los ciento cuarenta caracteres no hay margen para el pensamiento complejo. En la civilización gaseosa, las obras culturales ya no tienen como finalidad dar que pensar, subvertir el orden establecido, indignar al espectador. Su objetivo es distraer, constituyen la gran ocasión para pasar la tarde del domingo. Este yo volatilizado flota ingrávidamente, pero no sabe a dónde va, no tiene fuerza para propulsar un movimiento propio, carece de voluntad. 

Los filósofos postmodernos ya advirtieron de ello en la década de los noventa del siglo pasado, cuando tematizaron la emergencia del pensiero debole (pensamiento débil). La debilidad es la nota característica del sujeto gaseoso: leves son sus sentimientos y sus pensamientos, también sus ideales y sus objetivos, sus creencias y sus vínculos, en definitiva, su identidad.  

    La volatilidad de nuestro mundo representa el punto de llegada de un proceso que empezó con la práctica de la sospecha. Al principio de la Modernidad, se puso en cuestión lo que era sólido, lo que se daba por sentado, esto es, la existencia de Dios, la creación del mundo ex nihilo, la centralidad de la persona hecha a imagen y semejanza de Dios, la vida eterna como el destino final de los bienaventurados, es decir, el orden tradicional del mundo. La imagen del mundo medieval fue puesta entre paréntesis en la Modernidad, pero la imagen moderna del mundo ha sido, posteriormente, volatilizada en la Postmodernidad. 
En el medievo, el centro del mundus era Deus (teocentrismo), luego, a partir del Renacimiento, el hombre ocupó este lugar (antropocentrismo). En la sociedad gaseosa, el mundo carece de centro. Dioses, humanos, artefactos y animales flotan como partículas en el espacio. Nada tiene el rasgo de la inmutabilidad, nada posee el atributo de lo  absoluto. Todo lo sólido se desvanece en el aire y lo que queda es un universo compuesto a de partículas interdependientes y contingentes. 

    La muerte de Dios representa la desaparición del Fundamento, de lo permanente, del centro de gravedad de la existencia. Este evento histórico que el hombre loco anuncia, anticipándose a su tiempo, como es propio de un profeta, deja al ser humano sin tierra firme, sin un orden establecido, sin brújula, sin cosmos moral, de tal modo que todo lo que antes se sustentaba en aquel principio, se desvanece en el aire. 

El mundo deja de tener un centro, la vida pierde su sentido original; la muerte adopta un significado nuevo. El origen de la existencia y el destino de la misma ya no se explican por relación a Dios, porque Dios ha sido asesinado. Dios estaba en el origen y estaba en el fin. La vida era un camino, un itinerarium Dei, un don de Dios y, a la vez, una peregrinación hacia la vida eterna. La muerte de Dios cambia radicalmente la situación del ser humano en el mundo. Se queda en él sin direccionalidad, pero también si asidero. No sabe dónde está el Norte ni dónde está el Sur, desconoce lo qué es el Bien y lo qué es el Mal, qué se espera de él en el ancho mundo. 
 
Flotando en el cosmos digital, necesita crear pequeñas comunidades cálidas, microesferas de sentido, para sentirse cobijado, para salvarse de la soledad, del vacío y del frío cósmico. Busca desesperadamente a alguien, al otro lado de la pantalla, para poder experimentar un poco el calor humano de otro ser que está tan desorientado y tan perplejo como él y que ha sido arrojado igual que él, en palabras de Martin Heidegger, en un universo que carece de fundamento y de finalidad.