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Mujeres solas: ¿Víctimas o protagonistas?

Me llamo Soledad y he venido para quedarme. Seré tu aliada indiscutible. Tu compañía ideal. Te mirarás en otras, que serán tus espejos. Si miras bien, me encontrarás también en ellas.

Por Rosa Belda

Estaré en el fondo de ti, también a tu alrededor, mientras todos cantan, yo te habitaré, te rodearé con el brazo y te susurraré al oído lo mucho que te quiero. Me pegaré a tu piel, y seré tu silencio y tu vacío. Mujer, ¡qué sola estás!

Con esta fantasía de palabras, evoco la soledad, la mía y la de tantas mujeres que se sienten incomprendidas, pero también a las que se sienten aisladas, tal vez más deliberadamente de lo que parece, de los lugares de influencia o de las relaciones gozosas. Cuentan con ellas para las duras, pero no para las maduras. Evoco también a las mujeres que caminan por delante, siempre solas, que han de pensar una y otra vez en conformarse con lo que tienen. Evoco a las mujeres que han perdido a sus parejas, a las que se les ha roto su universo, fuera feliz o precario, que de todo habrá.

Evoco a tantas mujeres, que separadas o divorciadas, han sido estigmatizadas, sobre todo en determinados ambientes. Porque no es igual lo que despierta la viudez que la separación. Da igual lo que haya detrás: nuestros modelos sociales son crueles. Evoco también a las mujeres que huyen de los malos tratos, y que aún escuchan que algo habrán hecho. Evoco a las mujeres enfermas de cáncer de mama, que acaban muchas de ellas, solas (fenómeno que habrá que estudiar).

Evoco a las mujeres que se mueven, que migran, que escapan de las guerras y de los mundos sin futuro. Evoco a algunas mujeres africanas que una vez escuché, que esperaban a su marido que venía de otra cama y les traía el regalo del VIH, envuelto en seda de abrazo. Evoco a otras mujeres que también escuché: las mujeres violadas, especialmente de América Latina, violadas repetidamente, desde los 11 ó 12 años, por familiares y conocidos, mujeres despreciadas desde la más tierna infancia, tratadas como objetos, vejadas, escarnecidas, muchas de ellas enfermas mentales para siempre.

Me llamo Soledad

¿Qué es ese sabor a vacío que tengo por las mañanas? Duermo con un saco de semillas calentito, con el que me encuentro abrazada por las mañanas. Soledad es esa presencia que se nota especialmente en la cama, a pesar de la comodidad de que nadie te estorbe.

¿Qué es ese tono triste con el que se me va el día, con el que se apaga la luz de mis ojos? Sin nadie a quien mirar, sin nadie que me reconozca en mi mismidad y me acepte tal como soy. Sin nadie que me ayude a pasar el trago de la noche. Es Soledad, que te embauca a veces y te susurra melosamente, pero al final te vacía, te desarma.

Se llama soledad. Es la presencia de la ausencia, en el mejor de los casos. A veces es la presencia de la falta de aceptación de quien se supone que te ama. A veces es el silencio de la palabra no dicha por no herir, de la falsedad o de la mentira. Esa comunicación que calla tanto, provoca desamparo, soledad.

Huimos de ella como de la pólvora. Llenamos la casa de ruidos: radio, televisión, llamadas de teléfono, etc. La actividad revienta nuestras agendas. Las listas y formas de contactos, crecen y crecen. Cerramos los ojos a la conciencia que puede resultarnos insoportable.

He venido para quedarme

Hay decisiones en la vida que se toman en huida. El mecanismo de huir nos echa en brazos de amores mediocres, de personas que no nos aman de verdad o a las que no amamos, más allá de amar el amor y dejarnos arrastrar por lo convencional del momento.

Deseamos a veces quedarnos solas, para pensar, para que no nos molesten, para poder trabajar, para que no ocuparnos de nadie, para estar en paz y buscar el sosiego, para aclararnos. La soledad puede ser necesaria, ciertamente, si es buscada, deseada. Es una soledad con conciencia de que no es la soledad sola a la que me refiero.

Cuando ya hemos hecho los duelos por diversas separaciones, entre otras, la marcha de los hijos e hijas, hemos tomado conciencia de las ventajas y no solo de los inconvenientes de la soledad, lo peor es que esta soledad circunstancial nos presenta otra cara, la que quisimos ocultar, y tiene sabor amargo, especialmente si está llena de pozos sin fondo. Todo aquello que no nos tragamos en su momento, ahora lo vomitamos.

Mujer, ¡qué sola estás!

Tomar conciencia de que estás sola, a veces no ocurre tan rápido. De repente, caes en la cuenta que unos no te quieren por ser demasiado rebelde, otros no te quieren por ser demasiado sumisa. Algunas veces te tachan porque lo elegiste. A veces porque expones ideas, y cuestionas, comienzan a mirarte con cierta distancia: respeto-miedo se llama. Otras porque no te convencen los tópicos, escarbas en ellos, generando conflictos. Cuando hablas porque hablas y cuando callas demasiado, porque callas. La cuestión es que te llega la percepción de cierto aislamiento: tú, que te creías tan comunitaria. La segunda parte de la soledad tiene que ver, no con las circunstancias, sino con lo que los demás señalan con el dedo. Si pasas desapercibida, si no generas complicaciones, es más fácil no estar sola.

Hay otra tercera percepción de soledad. Cuando te miras y te ves haciendo componendas contigo misma para acallar el alma libre, y te ves abocada a rebajar las expectativas, tal vez porque alguna persona querida no desea acoger todo lo que hay en ti, no quiere caminar contigo, sino tenerte ahí, no quiere abrazarte en la cama toda entera, sino vivir momentáneamente la experiencia del placer. Si miro a otras mujeres, ¿no veré la imagen de esta soledad reflejada en sus rostros, como si fuera la mía? Mujer, mujer, ¡qué sola estás! ¡No hagas tantas componendas! Acepta de una vez que si no estás sola, eres sola. No te niegues la rosa, no te niegues la parte menos utilitaria de la vida, ve a por ella y despréndete de lo que te frena. Pero no lo dudes, esto lo harás en soledad.

Un habitante inesperado

Tal vez, casi sin pensarlo, te has encontrado alguna vez diciéndote a ti misma, que si no creyeras, ¿qué sería de ti? Tal vez, porque la fe te dice que en lo hondo de tu corazón hay un habitante inesperado, una voz silenciosa, una posibilidad de estar habitada. Alguien que abraza desde dentro, que extiende sus manos y te abarca entera. Alguien que perdona y comprende, sin juicio alguno. Tal vez, porque esta experiencia, a trocitos, también la captas desde el exterior, desde los otros, solo hay que aprender a colocar lo que llega como las piezas de un puzle.

Para quien no es creyente, una poderosa intuición, que a veces he leído en las novelas, habla de esta sensación de estar acompañada aún en la soledad más absoluta. Para mí es Dios, para otras se llama conexión con lo eterno o lo infinito, con la plenitud o con los sueños.

Caminaremos por los senderos de la vida cargando con fardos de cultura patriarcal, con pesos que han doblado nuestra espalda, pesos reales en tantos lugares del mundo. Nos sentiremos abandonadas y vencidas. Absolutamente solas por el estigma, o por generar incomodidad. Nos debatiremos para seguir amando, o no, porque a veces, hay que decidir decir adiós.

Aunque todo esto suceda, la conexión profunda con la naturaleza, con los y las demás, con Dios, con el deseo de vida en abundancia, puede hacer que la soledad, para la que nunca fuimos educadas, tenga un sentido. Al menos que no sea amarga, que no sea espantosa, que no hiera, que no nos vacíe. Desde mi condición de soledad es desde donde pronuncio una palabra renovada, esa que me expresa a mí, cada vez un poco más.