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La persona como un equilibrio de energía

La existencia personal como un “Tío-vivo”

               

La vida la podemos considerar como un inmenso "tío-vivo", ya que cada individuo es independiente del que camina a su lado pero, al mismo tiempo necesita del otro para seguir existiendo. El buen funcionamiento global de ese aparato  está en relación directa con la marcha de cada una de sus unidades. Por el bien de todo el sistema, cada pieza no puede dejar de actuar. Igualmente nuestras vidas están unidas tan estrechamente, que ningún acontecimiento que ocurra en cualquier parte del mundo deja de repercutir en nuestro psiquismo individual. De lo contrario, el mundo se desintegraría o llegaría al caos. Por esto, en “nuestra aldea global”, podemos vivir con la misma intensidad un accidente de tráfico de nuestra calle y las consecuencias del volcán de La Palma., por poner solo dos ejemplos. La persona que se desconecta del mundo, tiene un gran riesgo de desconectarse de su propia existencia.

 

Dialéctica entre las fuerzas de "traslación" y "rotación"

             El "tío-vivo" (la vida misma) sigue girando en su doble movimiento de "traslación" alrededor de su eje central y también de "rotación" sobre sí mismo.

             Cuando el movimiento de traslación (el moverse en torno a los demás) predomina, está generando un cuadro clínico que denominamos neurosis. La persona neurótica (baja autoestima, sentirse indefenso y frágil ante los acontecimientos de su vida), gira, de forma patológica, en torno a los otros y está doblegada antes las exigencias o necesidades de los demás. Se siente tan indefenso que busca el apoyo y sostén en los más próximos. Siempre lo de los otros  (por la simple razón de no ser de uno mismo) es mejor.

            Me lo decía el otro día Catalina: "Me siento como una peonza. Siempre estoy en función de los demás. Los deseos de mi novio, padres o hermano son como una orden para mí. No puedo anteponer mis proyectos a los de mi familia. Llega un momento en que me olvido de mi misma. Es como si existiera porque los demás me necesitan, pero por otra parte, no puedo vivir sin la aprobación de los más próximos. Y me he dado cuenta que los otros son los que están "dirigiendo" mi vi­da".

            Existen muchas Catalinas a nuestro alrede­dor. Incluso también tú, amable lector, te habrás comportado en mu­chas ocasiones como una "peonza" que gira al son que marcan los otros. Cuando esta conducta invade toda nuestra exis­tencia es cuando hemos perdido nuestra individualidad y nos hemos fusionado con los demás. Mejor, nos hemos fusionado a sus deseos.

                El movimiento opuesto al de "traslación" es el de "rotación". La persona se siente "el ombligo del mundo". Se percibe tan "poderosa", que se sale de los parámetros nor­males. Ella se experimenta como suficiente. No necesita a nadie. El paradigma de esta situación es la persona narcisista. Son autosuficientes, descalificadores de los demás y con tendencia a no pedir nunca ayuda y como están girando siempre sobre sí mismo, no perciben la necesidad del otros. Es como si solo existiera él en el mundo.

                                      

            En la conjugación de estos dos movimientos (de traslación y de rotación), de rotar en torno a los demás o sobre sí mismo, es donde falsamente se pretende encontrar la felicidad. La realidad es que no podemos entregarnos tanto a los demás que difuminemos nuestra propia personalidad (deseos y necesidades), pero tampoco nos podemos refugiar en nuestro yo (patología del narcisismo) haciendo caso omiso de los requerimientos de los otros.

             En definitiva, el ser humano se encuentra feliz cuando tiende una mano al prójimo pero sin olvidar su propia esencia. No se fusiona con el vecino, sino que se aproxima al otro, pero manteniendo su individualidad.

 

Dos nuevas fuerzas: centrípeta y centrifuga

 

                El "tío-vivo" sigue moviéndose, pero su estabi­lidad  depende de que la fuerza centrípeta y centrífuga esten compensadas. Todo ser humano también está sometido a esta do­ble tendencia: encerrarse en sí mismo o romper todas las barreras e invadir al otro.

 

                En el primer caso, daría lugar a un estado de­presivo. Así Antonio, de 40 años de edad, me decía un día: "No tengo ánimo para nada. Todo me da igual. Solo me siento "feliz" cuando estoy rumiando mis penas...". Es como si toda su existencia se redujera a los negros pensamientos del mo­mento. El mundo empieza y acaba en uno mismo. Todo lo demás no tiene importancia. Es una forma de vivir que no sacia porque se rompen todas las ataduras con el exterior, y a la postre, el depresivo se mira, al mismo tiempo, que se autodestruye. 

 

             Por el contrario, cuando predomina la fuerza centrífuga, es como no tener ninguna barrera para pensar y actuar. No importa si lo que se hace rompe todas las normas. No se siente ningún límite. Todo está permitido. Es la vivencia maníaca donde la individua­lidad está borrada y no se perciben las diferencias entre los derechos y deberes de uno mismo y de los demás. Así me lo decía un día María, con un talante festivo: " Siento  que soy como un pájaro en libertad. Me gusta hablar con la gente por la calle y preguntarles por sus preocupaciones y proble­mas." Ella misma no sentía el mínimo recato de hablar con cualquier extraño de  su problema de pareja. En estos casos, el individuo deja de ser uno y distinto para fusionarse con el resto del mundo. No existe el yo y el tú, sino un confuso nosotros, donde todo es de todos y consiguientemente no existen normas, ni leyes que marquen  las fronteras de cada persona. Se llega así a la alienación pues se pierde la subjetividad e intimidad.

El equilibrio de la vida

                La vida humana es como un gigantesco sistema planetario, con fuerzas que se contraponen, pero que man­tienen el equilibrio. Por esto, podemos contemplar impulsos destructivos  (guerras, asesinatos, etc.) e impulsos que son un canto a la solidaridad (por ejemplo, los voluntarios que están en el Tercer Mundo, o ese joven que ayuda a un ciego en el semáforo de la esquina). Al abrir cual­quier periódico, cada mañana, podemos leer que una persona se ha suicidado (el precipicio de la depresión) o bien, algún que otro articulista que nos transmite un rayo de es­peranza. La vida está entretejida de estos claro-oscuros, que marcan su propia esencia.

 

             El individuo, como tal, también está inmerso en esta tensión de fuerzas: amor y odio, relacionarse y re­plegarse, progresar y madurar, o estancarse en una posición infantil. Así, es cada persona, pero con una clara diferen­cia con los objetos del "tío-vivo": su propia capacidad para decidir si se mueve (progresa o madura)  o bien se queda  quieta. Los objetos del "tío-vivo" se desplazan de forma pasiva, no pueden cambiar su destino. Deben seguir moviéndose y moviéndose. Su energía les viene desde el exterior de un motor central. El ser humano, por con­tra, aunque  vive tensionado (influenciado por las fuerzas de rotación, traslación, centrípetas y centrífugas) siempre podrá decir no, modificar su postura ante la vida. Su energía no le viene de fuera sino de dentro: de sí mismo.

 

             Cuando en mi consulta de psiquiatría alguien me pregunta: Doctor, ¿qué puedo hacer para que mi padre, no­vio o hermana, cambie? Siempre respondo: ¿No sería mejor que te preguntaras en que puedes cambiar tú? Las soluciones nunca están fuera de uno. Todo ser hu­mano, por el hecho de serlo, lleva en sí mismo, la respuesta a toda pregunta (problema) de su existencia. Es cierto que somos partes de un inmenso "tío-vivo", pero cada uno tiene energía propia para existir: sus potencialidades. He aquí la grandeza y pequeñez, al mismo tiempo, de todo ser humano.