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Aceleración, vacío y pandemia

Todo envejece muy aceleradamente. Nada permanece en la mesa de novedades. Lo que ayer era una gran obra, valorada por la crítica y por los lectores, hoy palidece y se cubre de polvo en una remota estantería de una gran librería. 

También ocurre con la música, con las modas estéticas y con los productos audiovisuales. Se persigue la novedad, pero la novedad dura muy poco, porque lo que no tolera el ciudadano postmoderno es la repetición de lo mismo.
 
Instalado en la cultura del zapping, necesita consumir nuevos formatos, nuevos argumentos, nuevos productos, porque pronto se cansa de la misma pantalla y le entra la sensación de tedio. Combate el aburrimiento a golpes de novedad, pero cada vez la novedad es más volátil y se desvanece antes del escenario. 

Ante la inmediatez, la lentitud
    
La lentitud se ha convertido en el gran contravalor de la época, en el enemigo público. La velocidad se ha erigido en el protovalor o valor fundamental. Se discriminan a los ciudadanos lentos, pero también se marginan los procesos que, por su misma naturaleza, requieren lentitud para ser ejercidos. No se tolera la espera. La paciencia ha desaparecido de la pirámide axiológica social. Ni siquiera es un valor que se cotiza a la baja. Está fuera de mercado como también lo está la fidelidad. 

La inmediatez, la accesibilidad y la rapidez son los valores al alza. La distancia entre el objeto de deseo y la posesión del mismo cada vez debe ser más corta. No se está dispuesto a esperar, porque el futuro se vislumbra como algo incierto y la inmediatez se impone. Todo debe ser para ahora y para disfrutar aquí. Lo que está lejos desaparece del horizonte mental; lo que requiere tiempo de espera también. No son buenos tiempos para los amores difíciles, ni para las largas ausencias y distancias.  
    
Y, sin embargo, para poder desarrollar correctamente ciertos procesos vitales es absolutamente imprescindible disponer de tiempo. Criar a un ser humano, consolar a un enfermo, hacer crecer a una planta, acompañar a un anciano a pasear, contemplar un paisaje, gozar de una bella partitura, contemplar una obra de arte, conversar a fondo con un amigo a la luz de una vela y un vaso de vino, pasear, deliberar, pensar, sobre todo, pensar, son actividades que, necesariamente, requieren de tiempo. 
    
Se impone la obsolescencia veloz

La sensación que tiene el ciudadano común en este mundo volátil es que no dispone de tiempo para nada, que el tiempo se le escurre entre la producción y el consumo. Cada vez debe producir más velozmente para ser más competitivo y llegar antes al mercado; pero igualmente, cada vez consume más vorazmente y necesita más objetos de consumo para saciar su sed de consumir. 

La cuestión es ganar tiempo, pero el tiempo que gana con las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información, sentado en trenes de alta velocidad con el ordenador y el teléfono móvil en sus manos, no lo utiliza para gozarlo lentamente, para poder desarrollar las susodichas actividades, sino para disponer de más tiempo para producir y consumir. 
    
Esta hiperaceleración tiene como consecuencia la obsolescencia extraordinariamente veloz de todas las cosas y de todos los temas. Se queman todos los temas a golpe de tertulias y de tuits y, por consiguiente, se impone un tipo de sociedad donde lo que impera es el consumo de lo efímero. 
    
Enormes volúmenes de pensamiento, de la reflexión, del afecto, de la conversación y de la proximidad son inevitablemente eliminados. Y todo lo humano que solo puede formarse a distancia de la inmediatez comunicativa deja de formarse.
    
Frente a esta tendencia, nace, con fuerza, a modo de reacción, el movimiento lento (slow mouvement) que tiene sus adeptos y acólitos en muchos lugares del planeta y que reivindican, con razón, una nueva forma de gestionar el tiempo, una vida caracterizada por otro ritmo, por un compás más asequible a la condición humana. 
No vivir a fondo

Cuando todo se vive tan aceleradamente, no se vive a fondo. Uno se desplaza de un lugar a otro, sin contemplar nada; peregrina de una pantalla a otra sin conocer nada, se besa un cuerpo y luego otro, sin amar realmente a nadie, porque conocer algo o alguien a fondo, significa adoptar la forma de la cosa conocida, hacerse uno con el objeto de conocimiento y salvar la dualidad sujeto-objeto. Decía Aristóteles que cuando el alma conoce un objeto, adopta la forma del objeto, por eso, según el Estagirita, el alma es, de algún modo, todas las cosas.  

Escribe Leo Richard Kass: “Cada vez más ciegos a las asombrosas formas de la naturaleza y cada vez más sordos a las ennoblecedoras formas de la civilidad y del ritual, cultivamos una actividad cultural cínica, tosca y desesperada” . 
    
Entre los analistas que reivindican la lentitud como valor está el neurobiólogo italiano, Lamberto Maffei en su bello ensayo, Alabanza de la lentitud, afirma que la característica fundamental de los seres humanos es que necesitamos un largo tiempo de aprendizaje desde la infancia . Nuestro cerebro se toma su tiempo para aprender y realizar las conexiones adecuadas. 
    
Como explica acertadamente la socióloga australiana, Judy Wajckman, profesora de la London School of Economics, se produce la paradoja del tiempo. Las máquinas y la tecnología digital tenían como principal finalidad liberarnos de la presión y de la esclavitud del tiempo para facilitarnos la vida y hacerla más confortable, pero, en realidad, nos han convertido en seres más ocupados que nunca, en lugar de propiciar procesos de liberación. Las encuestas revelan que nos sentimos más angustiados y estresados que nunca. 
    
Adaptación para sobrevivir

No se propone, con esto, un retorno a la prehistoria o a la Edad de las cavernas. Lo que sugiere es conseguir un uso prudencial y adecuado de las tecnologías, recuperar una sabiduría práctica que pueda convertir a estos artefactos en cómplices del ser humano y no en sus enemigos hostiles. 
Los cambios que hemos vivido en los últimos meses se han producido a gran velocidad. Una situación dinámica, como la que hemos vivido y viviremos en los próximos años, exige ductilidad en la toma de decisiones y gran capacidad de adaptación a los nuevos escenarios. 

Los científicos sociales han utilizado la noción de aceleración para referirse a la naturaleza de nuestra época . Todo cambia, todo fluye, pero, además, muy velozmente, de tal modo que cuando uno se adapta al nuevo entorno, éste muta y uno se ve obligado a dejarlo para instalarse en el siguiente. Esta transformación disruptiva exige tener mucha agilidad mental y física, de tal modo que solo quienes manejen estas habilidades, sobrevivirán. 
    
Emerge, en el cuerpo social, el darwinismo de la velocidad. Los más veloces serán capaces de sobrevivir a la lucha de todos contra todos, mientras que los más lentos y pesados, quedarán rezagados. Este darwinismo se observa en muchos procesos, especialmente, durante las crisis sociales y económicas. Cuando hay escasez de recursos, el más veloz llega antes y adquiere lo que los demás ya no tendrán. Durante la pandemia lo hemos visto con el negocio de las mascarillas. Algunos intuyeron, antes que otros, que se iban a necesitar mascarillas. Las compraron a bajo coste y consiguieron tener un lugar preeminente en el mercado. Otros llegaron tarde y se quedaron sin el codiciado recurso. 
    
El darwinismo de la velocidad es letal para los grupos más vulnerables, para esos ciudadanos que no tienen la misma agilidad mental y física, ni los recursos económicos o tecnológicos para hacerse con el recurso antes que sus semejantes. 
    
El darwinismo biológico parte del siguiente supuesto: los más inteligentes, los más capaces de adaptarse al cambio, sobrevivirán, mientras que los más lerdos, incapaces de comprender lo que la situación exige, perecerán. Esta tesis se ha traducido en el campo social, económico, cultural, educativo y se transmite como un dogma de fe. Sin embargo, la supervivencia no depende, exclusivamente, de la velocidad del individuo singular, sino de la ayuda intracomunitaria o de lo que Émile Durkheim (1858-1917) llamó la solidaridad. 
    
La crisis pandémica lo ha puesto de manifiesto diáfanamente: Sin la cooperación entre los agentes sociales, sanitarios, fuerzas del orden, científicos y políticos, empresarios y voluntarios no hubiere sido posible salir de ella.