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Culturas lejanas: el valor de la espiritualidad y la solidaridad

La presión social en las culturas occidentales desarrolladas atenta muchas veces contra los valores éticos: la competitividad nos hace olvidar la solidaridad y el respeto mutuo y fomenta el egoísmo. Pero aún quedan lugares en la tierra que parecen aislados de esa vorágine, donde el desarrollo llega lentamente y no parece anular la solidaridad y donde el estrés no hace sucumbir el valor de la reflexión y la espiritualidad heredado del budismo. Hacemos un viaje por el sureste asiático hasta Laos y Camboya.

Por Raquel Miguel

 

 

LUANG PRABANG/PHNOM PENH.- Son las 5:15 de la mañana. Aún no ha amanecido, pero en las calles de Luang Prabang, la ciudad con más carga espiritual de todo Laos, plagada de templos y declarada Patrimonio Mundial de la UNESCO, ya comienza el movimiento. La gente sale de sus casas con recipientes llenos de arroz y se arrodilla junto a la acera. Poco a poco, en la oscuridad de la noche, se vislumbra el color naranja de las túnicas de los monjes que desfilan por grupos para recibir las limosnas de la población. Durante una hora, los monjes de los más de 50 templos de la ciudad, recorren las calles y recogen el que será su sustento del día. Y así llega el alba.

 

Con un PIB per capita de poco más de 580 dólares, Laos es uno de los países más pobres del mundo, pero parece vivir ajeno al hambre y a la miseria. Y todo gracias al sentimiento de comunidad y solidaridad incentivado por una sucesión de gobiernos comunistas y a los preceptos de la religión que profesan, el budismo, que lleva a la población a entregar día parte del poco arroz con el que cuentan para alimentar a los guardianes espirituales de su pueblo. Ingresar en una orden es para muchos una oportunidad de recibir educación y alimento, así como de acceder a los secretos de la meditación

 

Pero convertirse en un guardián de Buda en la Tierra no es algo limitado a unos pocos, ni tampoco necesariamente una decisión final: se recomienda que todo el mundo sea monje al menos una vez en la vida, ya que la dura y austera vida en los templos se considera un buen entrenamiento físico y espiritual para la vida cotidiana. Además, un pasado en una orden da prestigio social y quienes han sido monjes cuentan con un gran respeto entre sus conciudadanos.

 

El resultado de esta práctica es una sociedad con un intenso bagaje religioso y espiritual que además lleva a los laosianos a vivir la vida con una filosofía muy particular, centrada en la meditación, la espiritualidad, la convivencia pacífica y la solidaridad, así como la vivencia del presente. Y el objetivo del budismo es ayudar a la gente a evitar a toda costa el sufrimiento, buscando sus raíces y combatiéndolas.

 

Solidaridad: Nirvana y comunismo

 

En Laos, sucede algo que llama la atención enseguida al viajero. Cuando uno se sienta en un restaurante y pide la comida, no se sirven todos los platos al mismo tiempo, sino que se van trayendo de uno en uno según los van preparando. Este gesto, que puede parecer trivial, es sin embargo un símbolo del valor que dan los laosianos a compartir. Y es que aquí ningún plato pertenece a nadie, sino que todos se van sirviendo al centro para que los comensales los compartan. Esta práctica como muchas otras, son herencia de su sistema político y de su religión. De hecho, en la lengua del país, hay un solo vocablo para expresar los artículos posesivos mío y tuyo.

 

Laos despierta tímidamente al turismo extranjero, que se ha convertido en una fuente cada vez más importante de ingresos. Sin embargo, los laosianos están concienciados en la necesidad de mantener sus costumbres y cuidar sus sociedades de la influencia extranjera y de explotar responsablemente sus recursos naturales atractivos para el turismo.

 

Así, tras años de atraer turismo joven que pasaba las jornadas haciendo lo que llaman tubing (bajar el río montado en un gran neumático) haciendo paradas para beber alcohol, la ciudad de Vang Vieng cerró los bares apostados en la rivera. Ahora, el máximo atractivo son los paisajes naturales, las montañas y cuevas por explorar de los alrededores, viajes en globo e incluso el famoso tubing, pero sin alcohol de por medio.

 

Especialmente concienciados están también los habitantes de Don Det, una de las conocidas como Cuatro Mil Islas del Mekong, en la frontera con Camboya, y destino de numerosos mochileros de todo el mundo. El río Mekong a su paso por la zona está libre de contaminación, al tiempo que es uno de los únicos lugares donde subsisten especies en peligro de extinción, que desaparecieron en otros lugares de la región, como el siluro gigante o el delfín del Irrawady.

 

Un lugar donde encontrarse a sí mismo

 

Y precisamente por todo ello es por lo que miles de mochileros de todas las partes acuden cada año a este lugar, a sumergirse en naturaleza virgen y disfrutar de un misticismo que no se encuentra en muchos lugares del mundo. Muchos de ellos viajan solos, como Sergi, de Barcelona, que lo dejó todo para conocer el continente asiático y que ya lleva varios meses por la región. “Es una oportunidad única de conocerse y encontrarse con uno mismo”, cuenta el joven de 25 años, que muchas noches acude a los templos de monjes budistas, donde recibe cobijo y arroz para desayunar. “Es todo un aprendizaje de solidaridad”, asegura.

 

Camboya: un reto tras una historia demoledora

 

Un poco más al sur, Camboya es también destino de los mochileros que viajan por la región, aunque no ha conseguido conservar la virginidad natural y espiritual de Laos. El turismo aquí se ha desarrollado atropelladamente desde que comenzaran a visitarse los imponentes templos de Angkor, a lo que se suman los duros golpes sufridos por este pequeño país durante el siglo XX, que destruyeron las estructuras sociales, la solidaridad y la confianza mutua. Tras una historia demoledora, Camboya se levanta lentamente de sus cenizas e intenta recuperar lo que fue y los valores que perdió por el camino.

 

Camboya era un puerto de paz en una región azotada por los enfrentamientos entre los dos grandes bloques de la Guerra Fría. Sin embargo, a partir de los años 70 sufrió ataques norteamericanos, el golpe de Estado militar y el gobierno de los Jemeres Rojos, que instauraron un régimen de terror que exterminó a una cuarta parte de la población, destruyó todas las infraestructuras económicas, las estructuras sociales, los lazos familiares y persiguió todas las religiones, en aras de crear una sociedad agraria al estilo maoísta comenzando desde cero. Además minó la solidaridad y la confianza de la población, en un sistema donde predominaban las denuncias mutuas. Tras el fin del régimen, el país sufrió una década de guerra civil que coleó hasta bien entrada la década de los 90.

 

Una sociedad que no ha procesado su historia

 

Casi dos décadas después, diversos y complicados factores nacionales e internacionales han dificultado que los responsables del régimen de temor pagaran ante la Justicia por lo que hicieron. El resultado es una sociedad que lucha por olvidar, en lugar de procesar su historia, algo que intentan cambiar algunos proyectos iniciados en el país para rehabilitar a las víctimas. Sin embargo, los retos son grandes en una población que a veces ve como recurso la “venta” del sufrimiento. Así ocurre con las visitas que se ofrecen a los paupérrimos poblados flotantes del lago Tonlé Sap, donde vive todo aquel que no puede permitirse la compra de una tierra donde establecer su vivienda en condiciones infrahumanas, esperando que aparezcan los turistas para venderles refrescos, pedirles limosna o incluso un dólar por fotografiar su miseria.

 

Tampoco en la prisión S21 de Tuol Sleng, el más célebre centro de detención de los Jemeres Rojos en Phnom Penh, o en los campos de exterminio de Choeung Ek, a las afueras de la capital, el viajero puede desprenderse de la sensación de que el sufrimiento se ha convertido en un reclamo turístico, donde algunos supervivientes venden sus testimonios en forma de libro, pinturas u ofreciendo hacerse una fotografía con el visitante.

 

La sociedad camboyana sigue inmersa en un conflicto de valores y lucha por recuperar lo que era. Una tarea en la que quizá puedan ayudar sus vecinos laosianos, que a lo largo de las décadas y sin una historia tan trágica, han mantenido su fuerte bagaje religioso, espiritual y los valores de una sociedad arraigada en la comunidad y la solidaridad.