Revista Humanizar

200 y seguimos contando

Número 200, Mayo - Junio 2025

Sopló en su nariz un aliento de vida (Gn 2,7)

 

 

En muchas de las tradiciones antiguas, el aire juega un papel primordial en la creación del universo y de la humanidad. Las antiguas sociedades agrícolas, dependientes de la alternancia entre estaciones secas y lluviosas, prestaban especial atención a la acción del viento que posibilitaba el movimiento de las nubes y la llegada de la lluvia. En la mitología de algunas sociedades antiguas mesoamericanas se narra que los dioses se ofrecieron en sacrificio y Ehécatl, el viento, obtuvo la fuerza suficiente para soplar y poner en movimiento al Sol y a la Luna que, en un principio, se encontraban inmóviles. Tras ello creó el cielo y la tierra, el calendario, el fuego, el maíz… y al ser humano.

 

A muchos kilómetros de allí, en la antigua Grecia, algunos filósofos señalaban que el alma estaba constituida por un soplo de aire, el “pneuma”. Así, para la tradición estoica, la materia estaba animada por el “pneuma”. Ya unos siglos antes, Anaxímenes de Mileto defendió que el pneuma era el principio de todas las cosas, el elemento originario de lo demás, siendo equivalente al término hindú prāna.

 

En nuestra tradición judeocristiana se narra que el viento de Dios −su “pneuma”, su “ruah”− aleteaba sobre el caos al inicio de la creación (cf. Gn 1,2) y Él, como cuidadoso alfarero, formó a la persona del barro y sopló en su nariz su aliento de vida, su “neshama”:

 

“Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un aliento de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gn 2,7). 

 

Lo que todos estos mitos nos reflejan es que nuestros antepasados de cada rincón del mundo observaron bien la importancia de la respiración en la vida del ser humano. Sabían que si el bebé no respira (lo que hace admirablemente al berrear) la vida no se abre paso. Sabían, igualmente, que con el “último aliento” se confirma el tránsito de quien llegó a su etapa final en este mundo.

 

No es extraño, pues, que la respiración juegue un papel tan importante en la espiritualidad. Seguir su curso: inspiración-expiración-inspiración-expiración… nos posibilita hacernos conscientes de ese “aliento de vida”, ese “espíritu” ("ruah" en hebreo, “pneuma” en griego, spíritus en latín) que nos permite no solo existir, sino encontrar el sentido de nuestra existencia.

 

Porque no es que tengamos cuerpo y espíritu. Somos cuerpo y espíritu. Todos, profesemos o no una religión. La propia OMS tiene en cuenta esta dimensión espiritual y, cada vez más, se nos invita a tenerla presente siempre y no solo en los cuidados paliativos, donde esta atención está más instaurada. Por eso, nos podemos preguntar: ¿cuido mi salud espiritual como la física o psicológica? En medio de mi quehacer cotidiano, ¿me permito respirar y ser consciente de cómo me encuentro? ¿Está presente cuando acompaño procesos de curación de otros?

 

No vaya a ser que nos pase como en tiempos de Platón, que criticaba a los médicos por no tener esta dimensión en cuenta: “Si los ojos no pueden ser curados independientemente de la cabeza, ni la cabeza independientemente del cuerpo, este cuerpo a su vez no puede ser curado más que a una con el alma, y que, si los médicos griegos son impotentes contra la mayor parte de las enfermedades, ello se debe a la ignorancia que tienen del conjunto que tienen que cuidar […]. Cuando el alma llega a poseer una vez la sabiduría y la conserva, es fácil entonces dar la salud a la cabeza y al cuerpo entero” (Chrm. 156e-157b; 164d-165b).

 

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