Revista Humanizar

Humanizar la política

Número 114, Enero - Febrero de 2011

El poder es cosa de todos

Hay una gran diferencia entre quien, a causa de límites naturales o sobrevenidos, dice “ya no puedo” o, por el contrario, “todavía puedo”. Una barrera, a menudo más psicológica que real, les separa. Ambos casos apuntan, sin embargo, a uno de los incontables fragmentos o parcelas del inmenso mosaico del poder. Los hay de muchas clases y formas, de miniatura y de envergadura, duros y blandos, ocultos y sinuosos y manifiestos y ostensibles, omnipresentes y circunstanciales.
Francisco Álvarez, director de Humanizar.
Poder o no poder, esa es la cuestión. Cuando ciertos poderes esdrújulos y sobredimensionados parecen acaparar toda la atención y convertirse en el blanco, con frecuencia bien merecido, de la sospecha y de la indignación, del rechazo y de la denuncia, quizás convenga bajar hasta las raíces. Y tal vez ahí andamos todos. El instinto de poder y la necesidad de ejercerlo se encuentran en nuestro código genético antropológico, y, por si eso no fuera suficiente, han crecido y se han modulado en el árbol genealógico de nuestra misma evolución. El poder forma parte esencial de nuestro deseo esencial, que es el vivir. Así, aunque sea sin matice
El poder es vida. Está metido dentro de ella, aunque no siempre juegue a su favor. No hay proyecto humano posible sin un elemental despliegue de potencialidades y de virtualidades inherentes al ser humano. Pasar de lo posible a lo real, de la ignorancia al aprendizaje, de la inmadurez al crecimiento. Todo proceso de humanización reclama inexorablemente un buen encauzamiento de esa energía -diamante sin pulir- que puede hacer de nosotros héroes o villanos, santos o pecadores empedernidos, demócratas insobornables o dictadores monstruosos, hombres/mujeres de bien o corruptos sin remisión.
También hoy el árbol no nos deja ver el bosque. Lamentablemente, suele ser el árbol a cuya sombra se cobijan los privilegiados, hacia cuyas ramas (cuanto más altas mejor) compiten en concurso (a menudo desleal) los trepadores, y desde cuya altura creen estar por encima del bien y del mal. Del mal que practican y del bien que dicen perseguir. Por supuesto que hay poderes que acaparan, porque en su mismo código identitario está el protagonismo sin descuentos. Que sea el poder político, económico, mediático. ¡qué más da! Un daño colateral, cada vez más perceptible, quizás radique en que sus excesos, su evidente falta de ejemplaridad, sus maniobras escondidas al común de los mortales, sus narcisismos estentóreos. terminen por justificar que nuestro dedo acusador apunte únicamente en su dirección.
El poder que otros ejercen desmedida e injustamente, los atropellos que otros provocan impunemente..., tal vez en el fondo no sean más que la explosión o el feo rostro visible de los que habitan (o pueden habitar, vaya) en el interior de cada uno de nosotros. Hay dictadores en sus casas que no lo harían "peor" en la casa de todos. Hay ejecutivos inmisericordes (no importa el tamaño de la empresa) que no reparan en el mal hecho ni lo reparan, y que nos harían añorar a los grandes gestores de la cosa común (a esos que denunciamos sin piedad). Hay narcisistas en todas partes. Lógicamente no todos salen en la televisión luciendo con infantil solemnidad su incuestionable superioridad.
Sí, el poder es cosa de todos. Nadie puede ni debe renunciar a su legítimo y necesario ejercicio. Sería el gran fracaso y un tremendo absurdo. Precisamente por eso, es en su ejercicio donde cada uno muestra, en el espejo que otros miran, su verdadera imagen. Más allá de palabras sonoras y vacías, de estériles justificaciones.

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