Revista Humanizar

Suscríbete y recibe cada dos meses los ejemplares de la revista de referencia en el mundo de la humanización de la salud.

Suscríbete y colabora con nuestra misión

La familia y el hospital. Un espacio para el reencuentro

Vivir como enfermo en un hospital implica una experiencia inolvidable, entre otras razones porque supone una ruptura con el recorrido biográfico y un cambio radical del entorno y de los propios valores de la existencia. Se abandona el domicilio, el contacto con los familiares y amigos y se introduce en un mundo desconocido, con leyes y normas en ocasiones disparatadas: no se puede hablar, no se pueden recibir visitas nada más que en horas determinadas, etc.

Alejandro Rocamora, Médico psiquiatra

Pero además todo ello está impregnado de un miedo al futuro, pues entre otras razones, la comunicación entre los profesionales de la salud y el paciente no suele ser muy fluída. A veces el enfermo desconoce lo más elemental: qué va a ocurrir mañana, o cuánto tiempo tardará en irse a casa. Todo ello produce angustia, que no se puede exteriorizar, pues entonces sería un mal enfermo.

Además, a toda esta situación hay que añadir la ansiedad propia del proceso patológico: el miedo al sufrimiento, a la muerte, a la incapacidad, etc.

El hospital

Históricamente se han producido diversas soluciones al problema de la
enfermedad: desde la negación a la hipertrofia de las dolencias (actitud hipocondríaca), pasando por la sacralización del proceso morboso y de su atención (hospital-convento) y por una secularización y deshumanización del acto curativo: la técnica como única solución al dolor.

El mismo hospital también, a lo largo de este gran carrusel que es la historia de la humanidad, ha jugado diversos papeles: lugar para una buena muerte; lugar para recluir a los enfermos y preservar a los sanos del contagio (leproserías, manicomios, etc.), y lugar curativo. Es desde esta última perspectiva desde donde nos situamos para nuestra reflexión, partiendo de la aceptación del hospital como lugar de sanación y contemplando la internación como una experiencia global para todo el sistema familiar.

La persona que ingresa en una institución hospitalaria, paulatinamente sufre una indiferenciación de su identidad. La enfermedad es sufrida por el paciente como “una situación” (Castilla del Pino, 1980), que modifica incluso el mismo modo de padecer el proceso somático. El enfermo, pues, responde no sólo al hecho patológico, sino también a lo que significa para él, en ese momento y circunstancia, el padecer una dolencia.

No obstante, aunque son diversas las reacciones posibles del enfermo hospitalizado, podemos generalizar diciendo que se provoca una regresión a etapas anteriores de su evolución psicológica. Es decir, el enfermo pierde transitoriamente “las conductas adaptativas y defensivas que ha aprendido para retomar comportamientos de tipo más infantilizado” (Mandaras Platas, 1980).

Entre las manifestaciones regresivas del enfermo hospitalizado podemos señalar las siguientes: desaparece el interés por los objetos, se hace egocéntrico, es un sujeto desexualizado, su afectividad se torna lábil y reaparecen creencias y rituales ya olvidados; también se empobrece el lenguaje, se incrementa la dependencia incluso para las tareas más básicas y se pide más contacto físico (miradas, caricias, etc.).

Hospital y familia

Si la aparición de la enfermedad es un duro mazazo para la familia, el ingreso en una institución hospitalaria puede tener diversas lecturas: se puede ver como un alivio o como un pulso a la muerte.

En el primer caso se encuentra María, con una madre de 75 años y con varios infartos cerebrales, que han producido pérdida de memoria y graves dificultades para realizar las tareas domésticas. Cuando llama al servicio de urgencia y deciden ingresarla siente un alivio no exento de angustia. Piensa: “Allí estará mejor atendida”.

Lo que no se permite sentir es que ella estará más tranquila, pues su responsabilidad como hija está a salvo. Aquí el ingreso supone un beneficio para el paciente, pero también para la familia.

El caso contrario es cuando se llega al Servicio de Urgencia con una patología, en principio leve (un dolor de cabeza, un proceso febril, etc.) esperando una fácil resolución y el médico dictamina: “Debe ingresar pues debemos realizar algunas pruebas para confirmar el diagnóstico...”. Aquí la sensación es de gravedad. El ingreso está impregnado de fantasías de muerte, o al menos una señal de peligro. “Cuando me ingresan es que piensan que tengo algo malo”, es el comentario más frecuente.

Ya sea en un caso u otro, el ingreso hospitalario siempre supone, para la familia, un cambio y modificación de su dinámica. Nada es igual después de la estancia en un hospital. La propia estructura familiar se siente influida por ese acontecimiento.
Veamos algunas posibles consecuencias:

  • Desorganización familiar: el ingreso implica la atención al enfermo y el abandono de otras acciones familiares. Incluso la actividad laboral se puede resentir, pues supone cambio de horarios, etc. Todo gira entorno al hospitalizado, y consiguientemente urge un nuevo planteamiento de las labores familiares: se deben organizar los turnos para estar en el hospital, cuidar a los más pequeños o simplemente suspender algún viaje previsto. Es pues un momento de encrucijada donde todo es posible y nada es seguro, pues el propio final de la enfermedad se desconoce. Es un momento propicio para que aparezcan “otros valores” hasta entonces dormidos: la solidaridad, el sentido de trascendencia, la relatividad de la vida, la valoración de lo que se “es”, no de lo que se “tiene”, la fragilidad de la existencia, etc. Todo ello unido a otras actitudes de “pasotismo” o de “huida” del dolor, que produce sufrimiento y reconocimiento de la verdadera esencia del otro.
  • Reencuentro: también esta encrucijada puede ser el inicio de un cambio en las relaciones interpersonales familiares: el “olvido” de viejas rencillas, el perdón de agravios pasados, etc., pueden potenciar y reanimar unas relaciones escleróticas, e incluso a veces perniciosas. Si las paredes de los hospitales hablaran nos contarían innumerables reconciliaciones, perdones y reencuentros, precisamente al pie de la cama de un enfermo terminal o quirúrgico, allí donde el sufrimiento se hace más presente y vivo. Precisamente es esa posibilidad de la muerte lo que genera un estrechamiento de los lazos familiares, erosionados por las vivencias históricas familiares y configurar un “punto y aparte” de la propia estructura familiar.
  • Replanteamiento de valores: recuerdo que un amigo, tras la dura experiencia de un ingreso hospitalario de uno de sus hijos de cinco años, por un accidente doméstico, comentaba: “Las largas horas que he pasado junto a la cama de mi hijo me han servido para comprender lo que verdaderamente importa en esta vida: la valoración y el aprecio de los tuyos”.
  • El hospital como salvavidas: el hospital en muchas ocasiones es contemplado como la única salida ante la muerte. Se acude a él, como el último recurso para la curación. Por esto precisa ser “investido de poder” y con la confianza de que allí se cura todo. Pero la realidad es muy distinta: el hospital es limitado. No lo puede todo. Ese “velo de omnipotencia” se puede volver contra la propia familia y provocar el hundimiento cuando constatan sus límites.

Claves familiares

Todo ingreso repercute más o menos en el sistema familiar, no solamente en la superficie (en la dinámica cotidiana: distribución de tiempo, etc.) sino también en el fondo (remueve sentimientos de angustia primitiva, cuestiones sobre la existencia y la propia vida, etc.).Varias son las “armas” que podemos esgrimir para paliar ese impacto:

  • Desmitificar el poder del hospital: nuestra sociedad ha sacralizado al hospital; allí es donde van los ricos y los pobres a buscar remedio a sus males y donde cualquier patología es objeto de tratamiento. Es una de las razones por las que los servicios de urgencias se colapsan: no convence ni el diagnóstico del médico de familia, ni siquiera del especialista del ambulatorio, es necesario la intervención del gran rabino: el hospital. Aunque el médico que nos atienda sea un joven residente...
    Habrá que educar para que todos comprendamos que el hospital, como institución, tiene sus límites y que no lo puede todo, y mucho menos es el talismán para la resolución de los problemas cotidianos: un conflicto familiar, una noche de insomnio o incluso un gesto suicida ante un fracaso sentimental, no son los objetivos principales de una institución hospitalaria.
  • “La carga es de todos”: así se expresaba una mujer, que tenía tres hijos adultos, cuyo marido fue ingresado por un proceso canceroso. El reparto de responsabilidades es algo imprescindible en la atención del familiar ingresado, pese a que siempre surgirá alguien con mayor deseo de colaboración. Esta mujer consiguió que todos los hijos participaran en el cuidado del padre y respetaran el tiempo de presencia en el hospital.
  • Frente a lo desconocido información: como hemos dicho a lo largo de estas líneas el ingreso hospitalario produce angustia y tensión porque entramos en un mundo desconocido, con costumbres y horarios diferentes, y donde la enfermedad provoca una uniformidad de los pacientes, pero un alejamiento, a veces, abismal con los sanos.