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Las tres caras de la indignación

Indignación es una palabra que está de moda. Indignada está la madre del adolescente díscolo, el parado, la profesora de los más pequeños y de los más mayores, los políticos, los estudiantes, y un largo etcétera. Aparece en todos los medios de comunicación, principalmente referida a los indignados del 15M. Pero su aplicación no se circunscribe al ámbito de los parados sino también se puede atribuir a nivel personal y familiar.

Estas son, pues, las tres caras de la indignación: la personal, la familiar y la política. Como en el juego de las muñecas rusas unas pueden estar incrustadas en las otras: dentro de la indignación general o política podemos encontrar la indignación del microcosmo: la personal, la familiar, social y laboral.

 

 

 

 

 

Indignación

 El diccionario de la Lengua Española define la indignación como “un sentimiento de intenso enfado que provoca un acto que se considera injusto, ofensivo o perjudicial”. Es decir, para estar indinado se necesitan dos premisas: una, antes la persona se tiene que sentir digna (valiosa, con cualidades, con derechos) y dos, de alguna manera el sujeto se siente privado de alguna de sus prerrogativas. Así, el esclavo no puede sentir indignación, ni el dependiente puede sentir malestar ante el otro, ni la persona con baja autoestima, que no se siente merecedora de amor y de aprecio… Antes de estar indignado  uno tiene que experimentar su dignidad.

 Dice Marinas: “la dignidad es la cualidad del digno. Esta cualidad implica que la persona o cosa tiene o posee una cualidad que es merecedora de aprecio y valor. Cuando no existe no puede estar  indignado por la ausencia de ese valor” (Diccionario de los sentimientos).

 El  indignado desea que se restablezca la injusticia y lo hace comprometiéndose con la causa. Estar indignado y no actuar, quedarse con los brazos caídos, no es comprensible. Así, si me atienden mal en un restaurante, o el taxista está borde conmigo, o el médico me trata como a una colilla, si me indigno, pero no pongo una reclamación, no soy consecuente con mis sentimientos. La indignación, por su propia esencia, debe llevar al compromiso para solucionar la injusticia que se haya podido producir.

 Lo contrario de la indignación es la resignación. En la vida cotidiana ocurre con frecuencia que respondemos ante una injusticia con la pasividad y el no-compromiso, que es la antítesis de una sana indignación. Podríamos citar numerosas escenas de la vida diaria que nos pueden indignar: la incomprensión de la pareja, el bajo rendimiento académico de los hijos, la espera del autobús, la subida del recibo de la luz, y tantas otras situaciones que nos pueden producir rabia o enojo.

 Por esto, podemos afirmar que la indignación tiene tres caras: indignación personal  (por ejemplo, el sentimiento de indignación del que considera que no toma las medidas oportunas ante las frustraciones diarias), indignación familiar (el que soporta todas las presiones familiares sin rechistar pero con una gran rabia interior) y la indignación ante el sistema político y financiero que nos ha tocado vivir (ejemplo, los manifestante del 15M).

Indignación contra sí mismo

 Luis tiene 17 años. Desde hace una semana está enojado contra su mejor amigo Antonio, pues se ha “enrollado” con su novia. “Ahora comprendo que cada uno va a lo suyo. No se en lo que he fallado pero me siento  como una mierda. Considero que ninguna chica me va a mirar a la cara- nos dice-”. Luis está indignado contra sí mismo.

 Luis ha tomado una de las posibles salidas ante la frustración: su descalificación personal. Sería algo así como: “ha preferido a mi amigo pues yo no valgo para nada”. Consecuentemente se instala en la pasividad y descalificación personal. Otra postura más sana sería aquella que, desde el sufrimiento por la ruptura, analizara las circunstancias para no cometer los mismos errores, la próxima vez. En esta última posición, la indignación le llevaría a crecer psicológicamente.

 Existen dos tipos de personalidades extremas que de forma patológica resuelven estas situaciones: los narcisistas y los paranoicos. Los primeros parten de la convicción que lo pueden todo y tienen todos los atributos (son los más bellos, los más inteligentes y los más ligones) y los paranoicos, que siempre pondrán el fallo en los otros. Ambos no se sentirán indignados en sentido estricto, pero tampoco posibilitaran el cambio de actitud, ya que o son intocables (los narcisistas) o no precisan hacer ninguna modificación pues “el mal siempre” está en los demás (paranoicos).

Indignación contra la familia

 María tiene 30 años. Soltera. A su padre viudo le han diagnosticado de Alhzeimer hace un año. Ha tenido que pedir una excedencia en su trabajo (es funcionaria) pues ha decidido cuidar a su padre en casa. El resto de los hermanos (dos hombres y una mujer) no participan en nada y se conforman con una llamada telefónica semanal. María está enojada con esta actitud de los hermanos, pero es un tema que no se puede expresar ni compartir. Tanto si protesta contra sus hermanos como si se calla se encuentra angustiada, pues considera que es una injusticia que sus hermanos no colaboren más, pero no se atreve a expresar este malestar por temor a que no sea comprendida por el resto de la familia. María esta indignada contra sus hermanos.

 La indignación familiar se produce en dos tipos de estructuras: la familia pluscuamperfecta que parte de una conciencia errónea de que no existe ningún problema: es una familia excesivamente respetuosa con cada miembro familiar, que no admite ningún fallo o al menos no es reconocido como tal, o bien, como en la familia de María, que “resuelven” los problemas negándolos: si no reconozco el problema no me produce angustia, es el lema por el que se rigen. Es como en la fábula de la zorra y las uvas. La zorra antes que admitir que no puede alcanzar el racimo niega la mayor: “no están maduras”, afirma y se queda tan tranquila.

 En ambos casos, la solución pasa por tomar conciencia de la realidad, de las deficiencias o dificultades reales que existen, y asumir la parte de responsabilidad que corresponde a cada miembro familiar. Por ejemplo, de esta manera la indignación expresada de María provocaría la puesta en marcha de una solución viable y sana para todos los miembros familiares.
Indignación contra el sistema político y financiero

 Un ejemplo evidente, y de actualidad, lo tenemos en los manifestantes del 15M. Muchos jóvenes, y no tan jóvenes, han decidido tomar las plazas y las calles de las grandes ciudades para lanzar un grito: “¡estamos indignados!”  ¿Por qué? Pues se consideran maltratados por los poderes políticos y financieros. Como ejemplo, he aquí algunos de los lemas que se expresaron en esas manifestaciones: “No somos antisistemas, el sistema es anti-nosotros”, “Políticos: somos vuestros jefes y os estamos haciendo un ERE”, “Democracia, me gusta porque estás como ausente”, etc. 

 Es un grito de rebeldía y de hartura por la situación económica y sobre todo por la pasividad de la clase política para solucionar la crisis. No es un tema de derechas ni izquierdas sino de protesta ante una situación que se vive como injusta. Esa es la esencia misma de la indignación.

 Ahora bien, ante este estado de malestar generalizado contra el sistema político y financiero, se pueden tomar dos posturas extremas, ambas inadecuadas: el pasotismo y la violencia.

 La primera es la actitud de los que no se quieren comprometer, de los que piensan que “esto” se resuelve con el tiempo, o de los que bajan los brazos ante la ineptitud de los políticos o el afán de enriquecimiento personal de los banqueros. La violencia callejera es otra postura extrema de los que no saben gritar “democracia real” con palabras o los que aprovechan la situación para reivindicar las aspiraciones de los antisistemas.

 Hessel, autor de ¡Indignaos! Ha dejado claro dos cosas: este movimiento debe ser pacifista y debe comprometerse en la búsqueda de soluciones.

Solución: estar suficientemente indignados

 En los tres planos de la indignación (personal, familiar y política)  se deben cumplir dos condiciones: expresar el malestar con la palabra (no con la violencia) y comprometerse con las posibles soluciones. Esto último lo ha dejado medianamente claro Hessel en su último libro ¡Comprometeos! El autor plantea no una utopía sino una esperanza para el cambio. El cambio es necesario y posible. Hessel parte de una realidad concreta: el injusto reparte del poder y de la riqueza. Ofrece un mundo más igualitario y más democrático.

 Podemos concluir diciendo que  si tras la indignación no existe el compromiso de cambiar algo de uno mismo, de la familia o de la sociedad, se quedará solo en rabieta. Para ello, no podemos ni “pecar” por defecto (actitud pasiva ante los problemas de los demás) ni por exceso (la violencia personal, familiar o callejera) sino que debemos estar los “suficientemente indignados” para llegar a un compromiso que neutralice la injusticia cometida.